Cocteau: "En Francia los escritores son políticos fracasados, y los políticos escritores fallidos"


Hablando de Rubén Darío con L., que es nicaragüense, pasamos a hablar de los escritores enrolados en la política activa que él conoce, y concluimos por aquello que decía Cocteau, por lo visto; y era que Francia es un país donde la mayor parte de los escritores son políticos fallidos, y la mayor parte de los políticos, escritores fracasados. Y esto es una ocurrencia o ingeniosidad, pero recuerdo que Bernard-Henry Lévy aseguraba que esa ocurrencia de Cocteau llevaba consigo una verdad: la de que en todo escritor con alguna excelencia subyace la idea del valor de la acción y de la espada, y que en los hombres de Estado está la otra convicción de que el verdadero valor está en los libros. ¿Será así?


JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, Impresiones provinciales, Confluencias Editorial, Salamanca, 2015, págs. 66 y 67.

Stephen King firma tantos libros que sus dedos comienzan a sangrar


Kim Ricketts me contó una historia de Stephen King. Habíamos ido a Belltown después de un evento en la librería de la Universidad de Washington. Nos pedimos unas cervezas y me contó que estaba diversificándose, empezando a planear eventos como oradora para corporaciones como Microsoft y Starbucks. Yo necesitaba que me llevaran de vuelta a mi hotel, pero Kim era lista y graciosa, y antes de la de Stephen King me contó una historia de Al Franken que explicaba por qué ahora la Universidad de Washington exigía a toda la gente que asistía a una aparición pública del autor que comprara el libro. Y era porque Al Franken había llenado los más de ochocientos asientos del Kane Hall, y todos los estudiantes se habían reído de todo lo que decía Franken. La asistencia era gratis para el público, pero aun así al final de la velada Franken había vendido la astronómica cifra de ocho libros.

La nueva política decía que la adquisición del libro era obligatoria.

Para poder programar un evento de Stephen King, Kim me contó que había tenido que aceptar sus condiciones habituales. Había tenido que contratar guardaespaldas y alquilar un local con capacidad para cinco mil personas. Cada persona podía llevar un máximo de tres ejemplares para que el señor King se los autografiara. El evento duraba unas ocho horas, y durante todo ese tiempo tenía que haber alguien de pie detrás de la mesa de las firmas sosteniendo una bolsa de hielo sobre el hombro del autor.

Llegó el día, y Kim sostuvo la bolsa de hielo sobre el hombro en cuestión. El lugar, Town Hall, una iglesia desconsagrada en Capitol Hill, tiene unas vistas espectaculares del centro de Seattle. Estaba lleno hasta la bandera de aquellas cinco mil personas, la mayor parte jóvenes y todos listos para esperar horas a que les firmasen sus tres ejemplares. King se sentó y empezó a firmar autógrafos. Kim estaba aguantándole la bolsa de hielo sobre el hombro rebelde. Cuando no llevaba ni cien libros de los supuestos cinco mil, Kim me contó que King se giró hacia ella y le preguntó: «¿Me puedes traer vendas?».

Le enseñó la mano con que firmaba, y Kim pudo ver que tenía la piel de los dedos índice y pulgar fosilizada en forma de un grueso callo como resultado de una vida entera de firmas maratonianas de libros. Esos callos son el equivalente del escritor de la oreja de coliflor de quienes practican la lucha libre. Aunque eran tan gruesos como las placas del lomo de un estegosaurio, los callos se le habían empezado a abrir.

—Estoy sangrando sobre los libros —⁠dijo King.

Y le enseñó que la sangre recién brotada le había manchado la pluma y había dejado una huella dactilar parcial de sangre sobre la portadilla de un libro propiedad de un joven que estaba esperando y a quien no parecía afligirle para nada ver su propiedad manchada de los fluidos vitales de aquel gran artesano de la palabra y narrador de historias.

Kim empezó a alejarse, pero ya era demasiado tarde. La siguiente persona de la cola había oído la conversación y gritó:

—¡No es justo! ¡Si el señor King puede sangrar en los libros de este, también tiene que sangrar en los míos!

Y esto lo oyó el edificio entero. El cavernoso recinto se llenó de chillidos de indignación mientras cinco mil fans del terror exigían su ración de sangre de persona famosa. Los gritos de rabia arrancaban ecos del techo abovedado. Kim apenas pudo oír a King cuando este le preguntó: «¿Me puedes echar una mano?».

Sin dejar de presionar con la bolsa de hielo, Kim le dijo:

—Son sus lectores… Haré lo que usted decida.

King volvió a firmar. A firmar y a sangrar. Kim se quedó a su lado, y cuando el público vio que nadie traía vendas, la protesta acabó remitiendo. Cinco mil personas. Cada una con tres ejemplares. Kim me contó que la sesión se alargó ocho horas, pero que King consiguió firmar con su nombre y dejar una huella de su sangre en cada libro. Al final del evento estaba tan débil que los guardaespaldas se lo tuvieron que llevar a su Lincoln Town Car en volandas.

Pero ni siquiera entonces, mientras el coche arrancaba para llevarlo a su hotel, se había terminado el desastre.

Un grupo de gente que se había quedado fuera del evento por falta de aforo se metió también en sus coches para perseguir al de King. Aquellos amantes de los libros embistieron el Lincoln hasta destrozarlo; y todo por la oportunidad de conocer a su autor favorito.

En aquella taberna, Kim y yo nos quedamos mirando la calle vacía a través del ventanal. Contemplando la noche.

El sueño de Kim Rickett era abrir, en el barrio de Ballard, en Seattle, una librería que vendiera solo libros de cocina. Moriría de amiloidosis en 2011. La librería de sus sueños, Book Larder, sigue abierta.
Pero aquella noche estábamos solo Kim y yo en un bar por lo demás desierto. Un poco borrachos, pero no mucho. A modo de réplica a su historia de Stephen King, negué con la cabeza y le pregunté:

—¿Y esa es la gran fama que todos ansiamos?

Kim suspiró.

—Así son las grandes ligas.



CHUCK PALAHNIUK, Postal de la gira, capítulo de Plantéate esto: Momentos de mi vida como escritor que lo cambiaron todo, Random House, 2022, traducción de Javier Calvo.

La afición a coleccionar pisapapeles que Colette contagió a Truman Capote


Había un centenar, y cubrían dos mesas, cada una a un lado de la cama: esferas de cristal que encerraban lagartos verdes, salamandras, ramos millefiori, libélulas, un cesto de peras, mariposas posadas sobre una fronda de helechos, remolinos de rosa y blanco y azul y blanco, brillando como fuegos de artificio, cobras enrolladas para atacar, ramilletes de pensamientos, magníficas poinsetias.

Por fin Madame Colette dijo:

—Ah, veo que le interesan mis copos de nieve.

Sí, sabía a qué se refería: esos objetos eran como copos de nieve permanentes, deslumbrantes formas heladas para siempre.

—Sí —dije—. Hermosos. Hermosos. ¿Qué son?

Me explicó que eran lo más refinado en el arte de la fabricación del cristal: joyas de vidrio concebidas por los maestros artesanos de las mejores fábricas de cristal de Francia: Baccarat, St. Louis y Clichy. Seleccionó al azar uno de los pisapapeles, uno grande y hermoso que estallaba en colores de mil flores, y me mostró la fecha de fabricación, 1842, oculta en el interior de uno de los menudos capullos.

—Los mejores pisapapeles —me dijo— fueron hechos entre 1840 y 1880. Después, todo ese arte se desintegró. Empecé a coleccionarlos hace cuarenta años. No estaban de moda, y se podían encontrar magníficas piezas en el rastro a precios muy bajos. Ahora, claro, un pisapapeles de primera cuesta un dineral. Hay cientos de coleccionistas, y, en total, solo debe de haber tres o cuatro mil pisapapeles en existencia que valgan la pena. Este, por ejemplo. — Me acercó una pieza de cristal del tamaño de una pelota de béisbol—. Es un Baccarat. Se llama la Rosa Blanca.

Se trataba de un pisapapeles con facetas de una pureza maravillosa, sin burbujas; tenía una única decoración: una sencilla rosa blanca rodeada de hojas verdes.

—¿Qué le recuerda? ¿Qué pensamientos le trae a la mente? —me preguntó Madame Colette.

—No lo sé. Me gusta su aspecto. Frío y pacífico.

—Pacífico. Sí, eso es muy cierto. A menudo he pensado que me gustaría llevármelo en el ataúd, como un faraón. ¿Pero qué imagen le evoca?

Le di vueltas al pisapapeles en aquella luz pálida y rosácea.

—Niñas vestidas para su primera comunión.

Sonrió.

—Encantador. Y muy apropiado. Ahora comprendo que lo que me dijo Jean es cierto. Me dijo: «No te dejes engañar, querida. Parece un ángel de diez años. Pero no tiene edad, y posee una mente perversa».

Pero no tanto como la de mi anfitriona, que le dio unos golpecitos al pisapapeles que yo tenía en la mano y me dijo:

—Quiero que se lo quede. Como recuerdo.

Y al hacerlo me labró un destino financieramente ruinoso, pues desde ese momento me convertí en «coleccionista», y durante años he realizado una ardua y obligada búsqueda de esos delicados pisapapeles franceses que me ha llevado desde las opulentas salas de subastas de Sotheby’s hasta turbios anticuarios de Copenhague y Hong Kong. Es un pasatiempo caro (normalmente, el coste de esos objetos, según su calidad y rareza, oscila entre 600 y 15.000 dólares), y durante todo este tiempo en que les he ido detrás solo he encontrado dos gangas, pero fueron increíbles golpes de suerte, y quedaron más que compensadas por muchas crueles decepciones.


TRUMAN CAPOTE, fragmento de La rosa blanca (1970), incluido en Los perros ladran, Anagrama, Barcelona, 1999, traducción de Damián Alou.

La "salida" de Genet a un traductor que elogiaba a Inglaterra


Hace algunos años, un periódico londinense pidió a Genet un artículo con su opinión sincera sobre Inglaterra. Al redactarlo, el escritor se despachó a gusto sobre el tedio insoportable de la vida del país, la insipidez de la cocina, la mediocridad actual de la literatura, la falta de atractivo sexual de los jóvenes, el talante horteril de la reina. La persona encargada de traducirlo, tras cumplir su trabajo, le hizo observar que, a su parecer, no había captado en absoluto los rasgos y virtudes que conferían al pueblo inglés su grandeza: «Con imperio o sin él, somos un pueblo cívico y disciplinado. Mientras los italianos, por ejemplo, evaden el fisco de modo sistemático, nosotros tenemos a gala declarar religiosamente nuestros bienes e ingresos». Genet, entonces, reprodujo el comentario de su traductor y añadió: «Inglaterra es un gran país porque los italianos no pagan sus impuestos».


JUAN GOYTISOLO, Por qué he escogido vivir en París, El País, 26 de diciembre de 1980. Todo el artículo AQUÍ

Italo Svevo acaba haciéndose amigo de su profesor de inglés, James Joyce


Italo Svevo, judío converso de Trieste, autor de La conciencia de Zeno, que vivió entre 1861 y 1928, fue director comercial de una compañía de pintura de Trieste, la Societá Venziani, que pertenecía a su suegro y que se disolvió hace unos años. Trieste perteneció a Austria hasta 1918, y esa compañía era famosa por suministrar a la marina austriaca una excelente pintura anticorrosiva, para las quillas de sus buques. A partir de 1918 Trieste pasó a Italia, y la pintura empezó a suministrarse a las marinas británica e italiana. Para poder relacionarse con el Almirantazgo, Svevo acudió a que le diera clase James Joyce, cuando éste enseñaba inglés en Trieste. Se hicieron amigos, y Joyce ayudó a Svevo a encontrar editor para su obra. El nombre de marca de la pintura anticorrosiva era Moravia. Que este nombre coincida con el seudónimo del otro novelista no es fortuito: tanto el empresario de Trieste como el escritor romano lo tomaron del apellido de un pariente común, por parte de madre.


PRIMO LEVI, entrevistado por Philip Roth en 1986 y recogido en El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras, DeBolsillo, 2009, traducción de Ramón Buenaventura.

Kafka se queja de que Sándor Márai traduzca al húngaro sus mejores relatos


Sándor Márai fue, por cierto, uno de los primeros en reconocer la importancia de Franz Kafka fuera de su ámbito lingüístico y ya en 1922 tradujo al húngaro sus mejores relatos. Cuando Kafka se enteró de ello, enseguida protestó por carta a su editor Kurt Wolff y le señaló que tenía reservada la traducción de sus obras al húngaro a su conocido y amigo Robert Klopstock. Este tal Robert Klopstock era un aficionado a la literatura de origen húngaro que, de hecho, ejercía la profesión de médico y cuyo nombre aparece más tarde en los círculos literarios de los alemanes emigrados a Estados Unidos. La historia es como si el Kafka de carne y hueso de pronto se hubiera pasado al mundo ficticio de alguno de sus relatos. Para que se entienda: es como si yo, al enterarme de que Thomas Mann acaba de traducir uno de mis libros al alemán, comunicara a mi editor que confío más en mi médico de cabecera, el cual chapurrea un poco en alemán.


IMRE KERTÉSZ, fragmento del artículo Patria, hogar, país, incluido en Un instante de silencio en el paredón, Herder Editorial, 1999, traducción de Adan Kovacsics.

El pacto al que llegó Camus para seguir con María Casares sin romper con su mujer


PREGUNTA: ¿Cuál era la relación de su padre con España, a donde nunca quiso regresar mientras estuviera Franco? 
CATHERINE CAMUS: Mi padre decía que lo mejor de él lo tenía de su sangre española.

PREGUNTA: Cómo fue su encuentro con María Casares cuando la actriz española le entregó a usted la correspondencia que había tenido con su padre, con quien tuvo una larga relación íntima.
C. CAMUS: Ya la conocía de antes. No fue una sorpresa que me entregara las cartas. Fue justo después de la muerte de mi madre. Cuando mi madre vivía le pregunté una vez por María Casares, por cómo era. Entonces, me dije a mí misma, estoy loca por preguntarle esto a mi madre. Mi madre me miró así [cara de incredulidad] y me contestó: ‘Es como tú, te pareces a ella’. No supe interpretar si eso había estado bien o no. Mi madre quería a María.

PREGUNTA: Era una forma también de querer a su padre, a su marido. Casares era la amante de su padre…
C. CAMUS: Sí. María Casares aceptó que mi padre viviera con ella el 75% de su vida y el resto con mi madre.

PREGUNTA: Hubo un tiempo en que los intelectuales europeos se dividían entre quienes apoyaban a Camus y quienes seguían a Sartre, qué se decía en casa de aquella polémica.
C. CAMUS: Mi madre me decía siempre que mi padre era muy generoso y siempre daba dinero a los pobres. Sartre siempre estuvo manipulado por Simone de Beauvoir. Ella quiso acostarse con mi padre y mi padre no quiso, lo que generó el rencor hacia él. A partir de ahí, eso influyó en las críticas de Sartre a mi padre. Fue por despecho. Eso explica que cuando salió La caída Sartre dijera que era una obra maestra, pero cuando Robert Gallimard, el editor, le comentó: ‘Díselo’, Sartre dijera: ‘No puedo'. Era un verdadero capullo [lo comenta mientras se ríe abiertamente]

PREGUNTA: El expresidente Sarkozy propuso hace años que los restos de su padre fueran trasladados al panteón de Francia, pero su familia se opuso. ¿Qué sucedió?
C. CAMUS: Yo dije que sí, pero mi hermano, por primera vez en su vida, me llevó la contraria y dijo no. Ahora los pobres le han pedido que diga que sí, porque para ellos será un símbolo y una esperanza. 


CATHERINE CAMUS, "Simone de Beauvoir quiso acostarse con Camus y manipuló a Sartre contra mi padre", entrevista de Carlos Sánchez para El Confidencial, 7 de mayo de 2024. Toda la entrevista AQUÍ.

Neruda recomienda a Isabel Allende que abandone el periodismo y apueste por la literatura


GILBERT CRUZ: Así que, al principio de tu carrera, fuiste periodista. Trabajaste para la revista Paula, entre otros medios. Y se dice que conociste a uno de los escritores chilenos más famosos de todos los tiempos, el gran poeta chileno Pablo Neruda.
ISABEL ALLENDE: Y me dijo: «Isabel, quizás esto no sea para ti». Vivía en la playa de Isla Negra. Estaba enfermo y ya había ganado el Premio Nobel. Me invitó a su casa y pensé que quería que lo entrevistara. Todos en la revista estaban muy celosos porque me había elegido. Era invierno y conduje bajo la lluvia hasta allí. Me recibió muy amablemente. Me ofreció un almuerzo, una botella de vino blanco. Me mostró sus colecciones —sus colecciones ahora se consideran arte; antes eran basura— y le dije: «Bueno, Don Pablo, necesito hacer la entrevista, porque pronto oscurecerá y tengo que volver». «¿Qué entrevista?», dijo. «Bueno, vine a entrevistarte». —Ay, no, querida, jamás me entrevistarías. Eres la peor periodista de este país. Siempre te metes en el lío. Mientes sin parar. Y estoy seguro de que si no tienes una historia, te la inventas. ¿Por qué no te dedicas a la literatura, donde todos estos defectos son virtudes? —Debería haber prestado atención, pero no lo hice hasta muchos años después.

GILBERT CRUZ: Retrocedamos un poco. Estás en casa de este genio literario y te dice algo que a la mayoría le destrozaría.
ISABEL ALLENDE: ¡A mí también me destrozó, claro! Pero lo dijo con mucha amabilidad.

GILBERT CRUZ: No lo escuchaste en ese momento.
ISABEL ALLENDE: No, no lo hice, y dos meses después tuvimos el golpe militar. Así que olvídate de planes para el futuro. Todo quedó trastocado para siempre. Y fue una de esas encrucijadas en las que tienes que tomar un nuevo rumbo, completamente inesperado e inesperado. Y mi carrera como periodista terminó ahí.


ISABEL ALLENDE: Isabel Allende entiende cómo el miedo cambia a una sociedad, entrevista de Gilbert Cruz, The New York Times, 26 de abril de 2025, traducción de Google Translate + Mary Crónica, toda la entrevista AQUÍ


La fijación de Ernesto Sabato con Borges


A Sabato le parecía entonces y le pareció siempre, en todo caso, que el reconocimiento que recibía de la tribu literaria, española y mundial, era escaso, y que ese artículo de Conte, que obviamente no le podía albergar porque Sabato seguía, y sigue, vivo, es una muesca más de esa injusticia que a él le afectaba reiteradamente.

Al contrario de Jorge Luis Borges: él creía que a Jorge Luis Borges le abrazaban, le querían, pero que a él le despreciaban, le ninguneaban, él se consideraba, entonces también, un perseguido por la más sutil de las injusticias, la injusticia literaria. Si hubiera un nombre para una enfermedad visible de Sabato ésta sería envidia de Borges. Al revés no ocurrió, pero en el caso de Sabato esa envidia era visible, le irritaba Borges, le irritó siempre.

En algún momento de nuestras conversaciones, algún tiempo después, cuando regresó a Madrid y se quedó en el hotel en que ya se quedaba habitualmente, el hotel Zurbano, se me acercó al oído y me dijo, como si confiara un secreto:

—¿Usted sabe por qué Borges es tan mala persona?

Le respondí que desconocía ese extremo, y él siguió, con el mismo aire de confidencia:

—Ya lo sabrá, ya lo sabrá.


JUAN CRUZ RUIZ, Egos revueltos, Alfaguara, Madrid, 2010, pág. 343.


El retrato que hizo Truman Capote de Marlon Brando y que disgustó al actor


De todas las personas que posaron para mis retratos, la que peor reaccionó fue la que aparece en El duque en sus dominios, Marlon Brando. Aunque no señaló ninguna inexactitud, parece ser que lo consideró una intrusión muy poco amable, incluso traidora, en el ámbito secreto de una sensibilidad doliente e intelectualmente deslumbrante. ¿Mi opinión? Pues que se trata de una descripción bastante buena, y amable, de un joven angustiado que es un genio, aunque no especialmente inteligente.


TRUMAN CAPOTE, fragmento de Autorretrato (1972), incluido en Los perros ladran, Anagrama, Barcelona, 1999, traducción de Damián Alou.

Miguel Hernández ingresa en el Partido Comunista después de ser maltratado por la Guardia Civil


Al tanto de lo ocurrido, los amigos y admirados de Hernández en Madrid redactan un manifiesto colectivo que se publica el 16 de enero de 1936 en El socialista bajo el título "Protesta en favor del poeta Miguel Hérnández". Su lectura no tiene pérdida:
"El lunes, día 7 de este mes de enero, estando el poeta murciano (sic) Miguel Hernández pasando el día en las orillas del Jarama, fue detenido por la guardia civil, y preguntado, primero, qué hacía por aquellos lugares. Miguel Hernández contestó, sonriente, que era escritor y que estaba allí por gusto. El traje humilde, modesto, de nuestro amigo, llevó a la guardia civil a tratarle con violencia, conduciéndole al cuartelillo de San Fernando. Durante el trayecto, para ocultar la vergüenza que provocaba en él la detención, Miguel Hérnández, de rabia, fue dándoles con el pie a las piedras. Entonces, le amenazaron de muerte, diciéndole: "Si no por aquella mujer que viene andando detrás de nosotros, te dejamos seco."

Al entrar en el cuartelillo, y sin más explicación, el cabo le abofeteó. Siguieron los golpes, hasta con unas llaves que le quitaron después de un registro minucioso, en el que encontraron además, como terrible prueba, una cuartilla encabezada con este nombre: "Juan de Ocón." Los guardias civiles de aquel puesto no podían comprender que un hombre con aire campesino escribiese un título para una obra de teatro. "Este es un cómplice. Anda. Confiesa." Así, golpeado, insultado, vejado, permaneció varias horas en el cuartelillo, hasta que pudo telefonear a un amigo de Madrid, que respondió de su persona.

Enterados de este atropello, lo denunciamos al ministro de la Gobernación, y protestamos, no de que la guardia civil exija sus documentos a un ciudadano que le parezca sospechoso, sino la forma brutal de hacerlo, pues en vez de limitarse a comprobar su identidad, le golpease (sic) maltratándole y hasta amenazándole de muerte. Protestamos de la vejación que representa el abofetear a un hombre indefenso. Protestamos de esta clasificación entre señoritos y hombres del pueblo que la guardia civil hace constantemente. En este caso que denunciamos, Miguel Hernández es uno de nuestros poetas jóvenes de más valor. Pero, ¡cuántas arbitrariedades tan estúpidas y crueles como ésta se cometen a diario en toda España sin que nadie se entere! Protestamos, en fin, de esta falta de garantías que desde hace tiempo venimos sufriendo los ciudadanos españoles".
Encabezaba la protesta Federico García Lorca y seguían las firmas de José Bergamín, José María de Cossío, Ramón J. Sender, Antonio Espina, Arturo Serrano Plaja, César M. Arconada, Pablo Neruda, Maria Teresa León, Rosa Chacel, Miguel Pérez Ferrero (que en estos momentos trabaja en su biografía de Antonio y Manuel Machado), José Díaz Fernández, Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Concha Méndez, Luis Cernuda, Luis Lacasa y Luis Salinas.

El documento no sólo nos da una idea de la impunidad con la cual, durante el bienio negro, actuaba la Guardia Civil, "ojo vigilante de los amos", sino que la calidad y cantidad de las firmas son elocuente testimonio de la alta estimación en que ya tenía a Miguel Hernández la flor y nata de la joven actualidad española del momento.

A raíz de aquel encuentro con la Benemérita, Hernández tomó dos decisiones: romper definitivamente con Maruja Mallo y, través de Alberti y Maria Teresa de León, afiliarse enseguida al Partido Comunista. En su libro Memoria de la melancolía, León evoca la llegada del poeta aquel día, "descompuesto y verde de ira", "su cara encendida de rabia", al estudio que ella compartía con Alberti en la calle del Marqués de Urquijo. Miguel, que antes había dudado, ahora no quiere esperar un minuto más. "Venía a decirnos: "Estoy con vosotros. Lo he comprendido todo."

Parece más probable, sin embargo, pese a la insistencia de la escritora, que en la "conversión" de Hernández al marxismo influyeran, más que ella y Alberti, Delia del Carril, la amante de Pablo Neruda, y el escritor argentino Raúl González Tuñón, "conversión" de todas maneras, según Eutimio Martín, a la que estaba abocado Miguel "por temperamento y necesidad vital".


IAN GIBSON, Cuatro poetas en guerra, Planeta, Barcelona, 2007, págs. 232-234.

Las mentiras de Truman Capote


En aquel tiempo estaba haciendo un seguimiento de las mentiras de Capote. Dado que yo era el único que las encontraba ofensivas, ¿por qué habría de importarme? No lo sé, aparte de por un rechazo personal hacia los embusteros, no digamos hacia el mismo Truman. Jack Knowles, quien más tarde sería vecino de Truman en Long Island, me dice que Truman le había contado que se había enamorado de mí, pero que yo le había rechazado. "Con mucho, una de sus mejores invenciones hechas en el calor del momento", le dije a Jack.

Pillé a Truman en una docena de mentiras de las que los demás preferían creer. No me imagino qué trabajo de Hércules me había cargado sobre mis espaldas, sin ningún fin útil, porque la mentira instantánea era la forma artística de Truman, pequeña pero paradójicamente auténtica. El proceso estaba a la vista. Se mencionaba un nombre famoso. En su cara pálida y redonda de feto surgía un repentino tic, como un calambrazo: "¿Eleanor Roosevelt? Sí, la conozco íntimamente. Estaba con ella cuando murió Franklin; le odiaba, sabéis, y ella estaba enamorada de Marlene. De hecho, ella, Marlene y yo estábamos juntos en la suite de Marlene en el hotel Pierre, cuando de pronto Eleanor salió corriendo del dormitorio… era tan grande… completamente desnuda, para decirnos que el presidente había muerto, de modo que Marlene…” Observar el rostro de Capote según iba amontonando detalles era contemplar el proceso creativo en crudo, con toda su furia primaria.

Durante el verano de 1948 Truman y yo conocimos a Camus en una fiesta del editor Gallimard. Camus estaba liado con un montón de actrices en aquel tiempo. Pero antes de que se acabase el verano, Truman ya le estaba contando a todo el mundo que Camus estaba tan loco por él que hasta iba a su hotel a importunarle en mitad de la noche, deseando tener entre sus amorosos brazos otra vez aquel diminuto cuerpo. Cuando le dije al biógrafo de Truman que era imposible que alguien tan entregado al sexo opuesto como Camus pudiese haberse interesado por Capote, el poco escrupuloso biógrafo sólo modificó su biopornografía escribiendo que solo ocurrió una vez. Truman también me había mostrado un anillo de oro con una amatista engarzada. “Me la dio André Gide. No para de llamarme.” Ante mis ojos, Truman se transformó en una llama preciosa y el anciano Gide en polilla suicida. Ahora tenía la oportunidad de preguntarle a Gide:

–¿Qué piensa de Truman Capote?
–¿Quién?

Repetí su nombre. Lehmann estaba misteriosamente molesto, como si yo estuviese haciendo trampa de algún modo. ¿Pensaba que la mentira de Capote no debería ser cuestionada? Gide comprendió por fin de quién le estaba hablando.

–No, no he llegado a conocerle, pero algunas personas me han enviado esto– Sacó de su mesa la foto de Truman que apareció en la revista Life. Sonrió de lado. –¿Se encuentra en París?


GORE VIDAL, Una memoria, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1996, traducción de Richard Guggenheimer, págs. 222-224

Los editores dejan de pagar a tanto por línea a causa de las trampas de algunos escritores


Los autores aprendieron los trucos del oficio, es decir, a “despejar” el texto usando un gran número de párrafos y capítulos cortos y a rellenar de este modo muchas páginas, prolongando, además, las conversaciones. En la década de 1840, Alexandre Dumas se comprometió a escribir para el Siècle cien mil líneas al año a un franco y medio cada una –lo que significa que podía haber ganado más de ciento cincuenta mil francos anuales, una fortuna–. Algunas de sus líneas eran notablemente breves, hasta el punto de que los diálogos de Dumas se hicieron susceptibles de parodia, cosa que no dejaron de hacer sus contemporáneos:

–¿Le has visto?
–¿A quién?
–A él.
–¿Quién es él?
–Dumas.
–¿Dumas padre?
–Sí.
–¡Qué hombre!
–¡Ya lo creo!
–¡Y qué ardor!
–¡Desde luego!
–Y qué prolífico...

La astucia no podía durar mucho, y así fue. Los editores comenzaron a pagarle por palabras.


DONALD SASSOON, Cultura. El patrimonio común de los europeos, Crítica, Barcelona, 2006, traducción de Beatriz Eguibar, Ferran Esteve, Tomás Fernández Aúz y Antonio-Prometeo Moya, págs. 468 y 469.

Las invenciones de Baudelaire


Baudelaire también contaba entre sus amigos que tenía amores con una terrible jorobada y que no había emoción como aquella, hablando también de enanas a las que había amado y que no tenían ni 72 centímetros, así como también poseyó alguna giganta, perdiendo a las enanas por la gastritis y a la giganta por la tuberculosis. “¡No se puede tener todo en este mundo!”, era la frase con que acababa su relato, poniéndose muy triste.

En una ocasión, Baudelaire entró en casa de Du Camp con el cabello teñido de verde. “¿No encuentra usted nada raro en mí”, le preguntó el poeta. “No”, le contestó Du Camp, no queriendo asombrarse. “¿No? Pues fíjese que tengo los cabellos verdes, y eso no es muy corriente”, replicó Baudelaire. Du Camp le dijo con indiferencia: “¡Bah! Todo el mundo tiene los cabellos más o menos verdes… Si los suyos fuesen azul celeste, me sorprendería… ¡Pero cabellos verdes se ven muchos en París, bajo toda clase de sombreros!”. Baudelaire, furioso, se despidió de Du Camp, y a un amigo que se encontró en la escalera le dijo que no subiese, que “Du Camp estaba de un humor de perros”.

Muchas historias macabras inventó en su vida. León Cladel cuenta su afición a estas historias y cómo durante horas y horas se burlaba de sus auditores hablando de la cuadratura del círculo, la perversidad de los cometas, la atracción de las almas, el movimiento continuo, la transmutación de los metales, la bondad del demonio. Hacía preguntas fantásticas a sus oyentes: “¿Ha pensado usted en la influencia fatal de la cocina sobre el genio del hombre?” “¿Sabe usted bastante sobre la conformación física de los santos?” Hablaba de artes culinarias y farmacéuticas, del pollo y el hachisch, del gato con azafrán o de la pata de carnero con opio. Pero cuando decía: “¡Vamos a divertirnos un rato!”, era cuando lo siniestro iba a hacer llorar.


RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, El desgarrado Baudelaire, Efigies, Aguilar, Madrid, 1988, págs. 56 y 57.

El chiste favorito de Carmen Martín Gaite


CARMEN MARTÍN GAITE: Me preguntas que cómo llevo la soledad. Pues… como decía aquel: “Hice lo que pude, llegué el cuarto”.

JUAN CANTAVELLA: No conozco ese chiste.
CARMEN MARTÍN GAITE: ¿Ah, no? Es aquel individuo que se iba a atar un zapato en un derby y se le subió encima un hombre, creyendo que estaba montando un caballo. Cuando lo contaba, alguien le preguntó: “¿Y tú qué hiciste?”. La respuesta fue: “Hice lo que pude, llegué el cuarto”. Es maravilloso; es uno de los chistes más impresionantes y más divertidos que he oído en mi vida. Y más aleccionadores. Siempre que me preguntan algo en ese sentido digo lo mismo: que hago lo que puedo, que llego el cuarto, el segundo o no llego, pero no me paro, sino que echo a correr.


JUAN CANTAVELLA, Semblanzas entrevistas, PPC Editorial, Madrid, 1995, pág. 41.

Elena Garro llama a la madre de Octavio Paz y le notifica falsamente que a su hijo lo ha atropellado un coche


Sabido es que la primera mujer de Paz, la escritora Elena Garro, fallecida el mismo año que Paz, lo persiguió junto con su hija durante más de treinta años. En una ocasión, y ésta es una de las cien malicias de Garro, llamó a la madre de Paz (Josefina Lozano), que ya era una anciana, para decirle que a su hijo lo había atropellado un coche y que se encontraba gravísimo en un hospital. La mujer estaba a punto de desmayarse cuando entró su hijo en casa, y se quedó doblemente pasmada, ante la presencia incólume del moribundo y ante la voz de la Garro que, ignorante de la presencia de Paz, seguía, piadosa, con los detalles del accidente del hijo de doña Josefa. Recuerdo ahora otra anécdota que me contaron los Xirau, del mismo fondo: la Garro discutió con Ana María Xirau y no tardó en enviar un coche funerario para recoger el cuerpo de Ana María, además de no sé cuántos kilos de carne para el velorio. Sin duda para Paz lo terrible debe haber sido no solo la persecución paranoica de Garro sino de su propia hija. Es curiosa, aunque comprensible, la desaparición de ambas de la biografía de Paz: no habla de ellas cuando se refiere a su vida en Estados Unidos en los años cuarenta y tres al cuarenta y cinco, donde parece más bien que anda solitario, y no fue así porque tuvo que hacerse cargo hasta de una tía de la Garro que estaba enferma en Estados Unidos; y lo mismo en cuanto a su estancia en Japón.


JUAN MALPARTIDA, Al vuelo de la página: Diario 1990-2000, Fórcola, Madrid, 2011, pág. 423.

Baroja arremete contra los hispanoamericanos y les acusa de ser "monos que imitan"


Paralelamente sucede que, a veces, en un pueblo nuevo se reúne toda la torpeza provinciana, con la estupidez mundial, la sequedad y la incomprensión del terruño, con los detritus de la moda y de las majaderías de las cinco partes del mundo. Entonces brota un tipo petulante, huero, sin una virtud, sin una condición fuerte. Este es el tipo del americano. América es por excelencia el continente estúpido.

El americano no ha pasado de ser un mono que imita.

Yo no tengo motivo particular de odio conta los americanos; la hostilidad que siento contra ellos es por no haber conocido a uno que tuviera un aire de persona, un aire de hombre.

Muchas veces, en el interior de España, en un pueblacho cualquiera, se encuentra un señor que habla de tal modo que le da a uno la impresión de que es un hombre fundido con la esencia más humana y más noble. En un momento de éstos se reconcilia uno con su país, con sus charlatanes y con sus chanchulleros.

Esta impresión de hombre sereno, tranquilo, es la que no dan los americanos nunca; uno se nos aparece como un impulsivo atacado de furia sanguinaria; el otro, con una vanidad de bailarina; el tercero, con una soberbia ridícula.

La misma falta de simpatía que siento por los hispanoamericanos, experimento por sus obras literarias. Todo lo que he leído de los americanos, a pesar de las adulaciones interesadas de Unamuno, lo he encontrado mísero y sin consistencia.

Comenzando por ese libro de Sarmiento, Facundo, que a mí me ha parecido pesado, vulgar y sin interés, hasta los últimos libros de Ingenieros, de Manuel Ugarte, de Ricardo Rojas, de Contreras. ¡Qué oleada de vulgaridad, de esnobismo, de chabacanería, nos ha venido de América!

Muchos afirman que nosotros, los españoles, por política debemos elogiar a los americanos. Es una de tantas recomendaciones que salen de esos antros de hombres de sombrero de copa y con un discurso dentro que llaman sociedades iberoamericanas.

No creo que esa política tenga eficacia alguna.

Todavía las gentes de los pueblos viejos y civilizados son sensibles al halago y al cumplimiento; pero, ¿qué se le va a decir a un argentino, que, porque allí hay mucho trigo y muchos vacunos, cree que la Argentina es un país más importante que Inglaterra o Alemania?

Unamuno, que paralelamente desprecia en sus escritos a Kant, a Schopenhauer y a Nietzsche, y elogia al gran Aníbal Pérez y al gran poeta Diocleciano Sánchez, de las Pampas, no les parecerá bastante. El mismo Rueda se les figurará poco efusivo a estos rastacueros.


PÍO BAROJA, Juventud, egolatría, Taifa literaria, Barcelona, 1987, págs. 147-149.


La maravillosa historia nunca comprobada de las cartas que escribió Kafka a una niña llorosa que había perdido su muñeca


Todavía hoy el parque de Steglitz, en Berlín, es puro verde entre las sendas marcadas, entre bancos pintados de rojo. Allí, en 1923, ocurrió una historia que cuenta Dora Diamant, la última mujer de Franz Kafka. Una historia de la que sólo ella supo.

Y la historia es así: una día, mientras paseaba por el parque, la pareja se encontró con una niña que lloraba desesperada. Había perdido su muñeca. Kafka, entonces, le dice que la muñeca no se perdió sino que se fue de viaje. ¿Y él como lo sabe? Porque la muñeca le envió una carta, que él no lleva consigo en ese momento, pero le promete a la niña que al otro día se la entregará. Kafka sostuvo esta ilusión durante dos semanas, entregando en su rol de “cartero de muñecas”, una carta distinta cada día, “enviada” desde Londres, París, desde los lugares más alejados de Berlín. Kafka las leía en voz alta. Hasta que llegó el final, inevitable. Pero la niña –y su tristeza por la pérdida– ya eran otras. Entonces Kafka decidió que la muñeca se casaría. “Tu misma comprenderás que en el futuro tendremos que renunciar a volver a vernos”, le escribe la muñeca –Kafka– a la niña.

Ahora llegó al país, editado por Siruela, Kafka y la muñeca viajera, un libro escrito por el catalán Jordi Sierra i Fabra, con ilustraciones de Pep Montserrat, que ficcionaliza el encuentro entre Kafka y la niña, a quien el escritor llama Elsie.

Si la historia es verdadera o es ficción es un detalle menor. Porque a la belleza de ese encuentro, del que la niña aprende que es posible reparar una pérdida, poner palabra donde sólo había ausencia, se agrega el misterio: ¿Donde estuvo, o está, la chica, ya una mujer de más de 90 años? Y, especialmente: ¿Dónde están las cartas? Dora Diamant cuenta que para el escritor “era un trabajo, tan esencial como los otros, porque había que preservar a la niña de la decepción costase lo que costase. La mentira debía, por tanto, convertirse en verdad a través de la verdad de la ficción”.

La historia de la muñeca viajera repicó en varios escritores. El argentino César Aira fue uno de ellos. En 2004, escribió una crónica para el diario El País, de España, en la que contaba que había visto, en un aeropuerto, a una niña que lloraba porque en los controles le habían sacado su muñeca para revisarla. Aira dice: “ Cuando pasaron a mi lado oí a la madre diciéndole: ‘Te juro que no le hicieron nada, te lo juro...’”.

Aira recordó, cuando la niña y la muñeca ya habían pasado el examen, la historia de otra muñeca y otra niña, las de Kafka. Dice Aira: “ El contrato de una niña con su muñeca es un contrato semiótico, una creación de sentido, sostenida en la tensión verosímil y la fantasía. De ahí que la anécdota no sea casual: Kafka fue el más grande descubridor de signos de la vida moderna”.

Aira no fue el único en tomar la historia. Paul Auster la usó en su novela Brooklyn Follies y, en una entrevista, dijo que amaba este relato. “Es una historia maravillosa, que muestra gran compasión”.

Muchos buscaron datos, información. El editor Klaus Wagenbach fue a buscarla al parque Steglitz durante años. Preguntó en las casas del barrio y a los vecinos, publicó avisos en los diarios. Nunca apareció nadie. Nada.

Josef Cermak, miembro de la Comisión Directiva del Centro Franz Kafka de Praga dice en una carta, en la que debate con el escritor Tomás Eloy Martínez, que la primera vez que la amante del escritor contó la historia fue en “Notes inedites de Dora Diamant sur Kafka”, publicada en 1952 en la revista francesa Evidences. En una charla en la Universidad de Rutgers, Estados Unidos, Martínez dijo sobre lo que nunca se encontró: “El único indicio fue una referencia breve, no más de una línea, en una biografía que Ronald Hayman publicó en 1981”.

Para la niña del parque, la masividad llegó con el libro Dora Diamant. El último amor de Kafka, de la escritora norteamericana Käthi Diamant (el apellido es coincidencia). Pero siguen sin aparecer las cartas, la niña para quien fueron escritas, el juguete perdido. Queda hacer una operación similar a la de la niña: en la sustitución está el misterio de tanta belleza.


REDACCIÓN CLARÍN, Cuentos kafkianos para consolar a una nena que perdió su muñeca, Clarín, 2 de enero de 2012 (AQUÍ)
 

Emma Goldman pone fin a su romance con Ed Brady tras discutir con él sobre Nietzsche


Solo había estado alejada de Ed durante dos semanas, pero mi anhelo por él era más intenso que cuando volví de Europa. Apenas podía esperar a que el tren se detuviera en la Estación Grand Central, donde me esperaba. En casa todo parecía nuevo, más bello y más seductor. Las palabras cariñosas de Ed sonaban como música en mis oídos. Amparada, protegida de las discordias y de los conflictos de fuera, me aferraba a él y me complacía en la cálida atmósfera de nuestro hogar. Mi ansia por salir de gira palideció bajo la fascinación que sentía por mi amante. Siguió un mes de placer y abandono, pero mi sueño iba a sufrir pronto un doloroso despertar.

La causa fue Nietzsche. Desde mi regreso de Viena había deseado que Ed leyera mis libros. Le había pedido que lo hiciera y me había prometido que los leería cuando tuviera más tiempo. Me entristeció mucho encontrar a Ed tan indiferente a las nuevas fuerzas literarias del mundo. Una noche estábamos reunidos en el bar de Justus para una fiesta de despedida; James Huneker estaba presente, y un joven amigo nuestro, P. Yelineck, un pintor de talento. Empezaron a discutir sobre Nietzsche. Yo tomé parte en la discusión, expresando mi entusiasmo por el gran filósofo-poeta y extendiéndome sobre la impresión que su obra me había causado. Huneker estaba sorprendido. «No sabía que te interesara algo que no fuera la propaganda», señaló. «Eso es porque no sabes nada sobre anarquismo —contesté—, si no, te darías cuenta de que abarca cada aspecto de la vida y de la lucha y que socava los viejos y gastados valores». Yelineck afirmó que era anarquista porque era un artista; sostenía que todos los creadores debían ser anarquistas porque necesitaban campo de acción y libertad para expresarse. Huneker insistía en que el arte no tenía nada que ver con ningún ismo. «El mismo Nietzsche es la prueba de ello —argumentaba—, es un aristócrata, su ideal es el superhombre porque no siente fe ni simpatías hacia la gente común». Señalé que Nietzsche no era un teórico social, sino un poeta, un rebelde, un innovador. Su aristocracia no era ni de nacimiento ni de patrimonio; era de espíritu. Dije que en ese sentido Nietzsche era un anarquista y que todos los verdaderos anarquistas eran aristócratas. 

Entonces habló Ed. Su voz sonaba fría y forzada, y yo sentía la tempestad oculta tras ella.

—Nietzsche es un imbécil —dijo—, un hombre con una mente enferma. Desde su nacimiento estaba destinado a la idiotez que finalmente le dominó. Caerá en el olvido en menos de una década, lo mismo que otros seudomodernos. Son unos contorsionistas comparados con la verdadera grandeza del pasado.

—¡Pero no has leído a Nietzsche! —objeté acaloradamente—. ¿Cómo puedes hablar sobre él?

—¡Oh, sí!, le he leído —replicó—, leí hace tiempo esos estúpidos libros que trajiste del extranjero.

Me quedé estupefacta. Huneker y Yelineck empezaron a discutir con Ed, pero yo estaba demasiado herida para continuar la discusión.

Sabía cuánto deseaba compartir con él mis libros, cómo había esperado que reconociera su valor e importancia. ¿Cómo podía haberme mantenido en esa incertidumbre, cómo podía haber permanecido en silencio después de haberlos leído? Por supuesto, tenía derecho a tener su opinión, en eso creía de forma implícita. No era el que no estuviera de acuerdo conmigo lo que me había herido en lo más íntimo; era su desprecio, su burla de lo que tanto significaba para mí. Huneker, Yelineck, extraños hasta cierto punto, habían apreciado mi valoración del nuevo espíritu, mientras que mi propio amante me hacía parecer tonta, infantil, incapaz de emitir un juicio. Quería salir corriendo, estar sola; pero me contuve. No podía soportar tener una pelea con Ed en público.

Por la noche, ya tarde, cuando volvimos a casa, me dijo: «No estropeemos estos preciosos tres meses; Nietzsche no merece la pena». Me sentía profundamente ofendida. «No es Nietzsche, eres tú, tú —grité excitadamente—. Bajo el pretexto de un gran amor has hecho todo lo posible por encadenarme a ti, para robarme todo lo más valioso de mi vida. ¡No estás satisfecho con poseer mi cuerpo, quieres también poseer mi espíritu! Primero el movimiento y mis amigos, ahora los libros que me gustan. Quieres alejarme de ellos. Estás arraigado en lo viejo. Muy bien, ¡quédate allí! Pero no harás que yo me aferre a ello. No vas a cortarme las alas, no evitarás que vuele. Me liberaré aunque eso signifique arrancarte de mi corazón».

Se quedó apoyado contra la puerta de su habitación, con los ojos cerrados, sin dar señales de estar oyendo lo que le decía. Pero ya no me importaba. Entré en mi habitación; tenía el corazón frío y vacío. 

Los últimos días fueron extremadamente tranquilos, incluso amistosos, Ed me ayudaba a hacer los preparativos para mi viaje. En la estación me abrazó. Sabía que quería decir algo, pero guardó silencio. Yo tampoco podía hablar.

Cuando el tren avanzó, mientras la figura de Ed se empequeñecía, me di cuenta de que nuestra vida nunca volvería a ser la misma. Mi amor había recibido un golpe demasiado duro. Ahora era como una campana resquebrajada; nunca más volvería a emitir su claro y alegre son.


EMMA GOLDMAN, Viviendo mi vida, Fundación de estudios libertarios, 2015, traducción de Antonia Ruiz Cabezas.

La obra de Shakespeare está llena de anacronismos y disparates geográficos


Shakespeare era propenso a los anatropismos -es decir, a los disparates geográficos-, sobre todo en Italia, donde transcurren tantas obras suyas. Así, en La doma de la fiera, sitúa a un manufacturero de seda en Bérgamo, que es, quizá, la ciudad menos ligada al mar de Italia, y en La tempestad y Los dos hidalgos de Verona hace que Próspero y Valentín zarpen, respectivamente, de Milán y Verona, a pesar de que ambas ciudades estaban a más de dos jornadas de marcha del mar. Si sabía que Venecia tenía canales, no da muestras de ello en ninguna de las dos obras que transcurren allí. Sean cuales fueran sus otras virtudes, la familiaridad mundana no estaban entre ellas.

También abundan en sus obras los anacronismos. Pone a los antiguos egipcios a jugar al billar e introduce el reloj en la Roma de César, 1.400 años antes de que se oyera allí el primer tictac mecánico. Ya fuera por voluntad o por ignorancia, mostraba, cuando le convenía, una asombrosa despreocupación por la realidad de los hechos. En Enrique VI, Primera parte, se deshace de lord Talbot con veintidós años de antelación, a fin de conseguir que muera antes que Juana de Arco. Y en Coriolano, Lartius habla de Catón tres siglos antes de que éste naciera.

El genio de Shakespeare no se centraba en los hechos sino en la ambición, la intriga, el amor, el sufrimiento, cosas que no se enseñan en la escuela. Poseía una inteligencia asimilativa que le permitía reunir un montón de fragmentos de saber dispersos, pero nada indica que sometiera a sus obras a un riguroso trabajo intelectual, a diferencia de, pongamos por caso, Ben Johnson, que hace flamear su erudición en casi cada palabra. Nada de lo que escribe Shakespeare revela un gran conocimiento de Tácito, Plinio, Suetonio y otros que fueron determinantes para Johnson o que Francis Bacon trataba con absoluta familiaridad. Lo cual es bueno -e incluso muy bueno- porque sin duda habría sido menos Shakespeare y más dado al lucimiento si hubiera tenido más lecturas. Como diría John Dryden en 1668: "Aquellos que lo acusan de andar falto de saberes son quienes le brindan el mejor halago: el suyo era un saber natural".


BILL BRYSON, Shakespeare, RBA, Barcelona, 2009, traducción de Andrés Ehrenhaus, págs. 103 y 104.