Victor Hugo escribe en "Los Miserables" la frase más larga de la historia de la literatura, de 823 palabras


NOTA DE LA ADMINISTRACIÓN
: El récord ya fue batido muchas veces por otros autores, pero sigue quedando en la leyenda de la literatura. La descripción que adjunto a continuación de Luis Felipe de Orleans, situada en la cuarta sección de Los Miserables, no cuenta con las 823 palabras del original, sino con las 818 de la traducción al español de Andrés Ruiz Merino y Elena Sandoval:
Hijo de un padre al que la historia concederá ciertamente circunstancias atenuantes, pero digno de estima tanto como su padre lo había sido de reproche; dechado de todas las virtudes privadas y algunas públicas; cuidadoso de su salud, de su fortuna, de su persona, de sus negocios; conocedor del valor de un minuto y no siempre del de un año; sobrio, sereno, apacible, paciente; buen hombre y buen príncipe; fiel a su mujer, y que tenía en su palacio lacayos encargados de mostrar el lecho conyugal a los ciudadanos, ostentación de una fidelidad de alcoba útil tras los alardes ilegítimos de la rama principal; conocedor de todas las lenguas de Europa y, lo que es más excepcional, conocía y hablaba los lenguajes de todos los intereses; admirable representante de «la clase media», pero siempre por delante y más grande que ella en todo; inteligente para medirse sobre todo por su valor intrínseco sin dejar de valorar la sangre de la que procedía y, en lo referente a su propia estirpe, para declararse Orleans y no Borbón; príncipe primerísimo de su sangre mientras sólo era alteza serenísima, pero burgués cabal el día en que se convirtió en majestad; prolijo en público, conciso en la intimidad; avaro señalado, pero no demostrado; administrador fácilmente pródigo con sus fantasías o sus deberes; letrado, y poco sensible a las letras; gentilhombre, pero no caballero; simple, tranquilo y fuerte; adorado por su familia y por su casa; de conversación seductora; hombre de Estado desengañado, interiormente frío, dominado por el interés inmediato, que gobernaba siempre en el corto plazo, incapaz de rencor ni de reconocimiento, que usaba sin piedad las superioridades frente a las mediocridades y hábil para privar de razón por medio de las mayorías parlamentarias a las unanimidades misteriosas que braman sordamente bajo los tronos; expansivo, a veces imprudente en su expansión, pero dotado de una maravillosa destreza para manejar esa imprudencia; fértil en recursos extremos, en apariencias, en máscaras; inductor en Francia del miedo a Europa, y en Europa del miedo a Francia; amante indiscutible de su país, pero que prefería a su familia; más amigo de la dominación que de la autoridad y más de ésta que de la dignidad, tendencia nefasta, pues cifrándolo todo en el éxito, admite el ardid y no repudia del todo la bajeza, aunque tiene la ventaja de preservar de los choques violentos a la política, de las fracturas al Estado y de las catástrofes a la sociedad; minucioso, correcto, vigilante, atento, sagaz, infatigable, contradiciéndose a veces y desmintiéndose después; audaz contra Austria en Ancona, tenaz contra Inglaterra en España, que bombardeaba Amberes y pagaba a Pritchard; intérprete convencido de la Marsellesa; inaccesible al desaliento, al abatimiento, a la pasión de lo bello y de lo ideal, a las generosidades temerarias, a la utopía, a la quimera, a la cólera, a la vanidad, al temor; poseedor de todas la formas de la intrepidez personal; general en Valmy, soldado en Jemmapes; ocho veces objeto de regicidio, y siempre sonriente; bravo como un granadero, valiente como un pensador; inquieto tan sólo ante las posibilidades de una inestabilidad en Europa, incapaz de grandes aventuras políticas; siempre dispuesto a arriesgar su vida, nunca su obra; que disfrazaba su voluntad de influencia para ser obedecido más como hombre inteligente que como rey; dotado de observación y no de adivinación; buen conocedor de las personas y poco interesado en sus talentos, es decir, que necesitaba ver para juzgar; de sentido común rápido y penetrante, sabiduría práctica, facilidad de palabra, memoria prodigiosa; hombre que recurría sin cesar a esa memoria, su único parecido con César, Alejandro y Napoleón; conocedor de los hechos, los detalles, las fechas, los nombres propios, e ignorante de las tendencias, las pasiones, los diversos genios de la multitud, las aspiraciones interiores, las agitaciones escondidas y oscuras de las almas, en una palabra, todo lo que se podría llamar las corrientes invisibles de las conciencias; aceptado por la superficie, pero poco compenetrado con la Francia de los de abajo; que salía airoso gracias a su sutileza; que gobernaba demasiado y no reinaba lo suficiente; que era su propio primer ministro; maestro en convertir la pequeñez de la realidad en obstáculo a la inmensidad de las ideas; verdadero talento creador de civilización, de orden y de organización, pero mezclado con un extraño espíritu reglamentista y de obstaculización; fundador y procurador de una dinastía, que tenía algo de Carlomagno y algo de abogado; en suma, figura original y de altura que supo construir un poder pese a la inquietud de Francia y afianzar una potencia pese a los recelos de Europa, Luis Felipe será considerado como uno de los hombres eminentes de su siglo y se habría situado entre los gobernantes más ilustres de la historia si hubiese amado un poco más la gloria y si hubiese percibido lo que es grande con la misma intensidad que percibía lo que es útil.

Cinco mitos sobre Shakespeare


La creación de mitos sobre William Shakespeare es tan común que incluso tiene un nombre: "Bardolatría". Y ha sido así durante siglos: el "Jubileo de Shakespeare", del actor David Garrick, en 1769, sentó las bases de Shakespeare como el mejor escritor inglés de todos los tiempos. Sin embargo, en su época, Shakespeare fue considerado simplemente uno de los mejores escritores de su generación. Dado que estimamos tanto el talento de Shakespeare, tendemos a inventar mitos sobre su vida y obra para justificarlo. Sin embargo, disipar estos mitos, como ha intentado hacer la investigación con mayor enfoque histórico en los últimos 35 años, no significa menospreciar a Shakespeare ni reducir nuestra admiración por él. Más bien, abre nuevas vías para comprender sus obras y su relación con la cultura que las originó.

1. Shakespeare no escribió las obras de Shakespeare.

La película de Roland Emmerich de 2011, "Anónimo", que dramatiza la teoría de que el conde de Oxford (Edward de Vere) fue el autor de las obras de Shakespeare, ha revitalizado este mito persistente. Incluso el célebre actor shakespeariano Derek Jacobi ha caído en sus redes: "Creo que el hombre de Stratford-upon-Avon, conocido como Shakespeare", ha declarado Jacobi, "se convirtió en el portavoz del decimoséptimo conde de Oxford".

Shakespeare, sin embargo, fue un reconocido dramaturgo, actor y copropietario de un teatro. Historias de una conspiración tan elaborada —que involucraría a innumerables actores, escritores, impresores, editores, sirvientes y vecinos— seguramente habrían surgido en los 200 años anteriores a 1805, cuando James Cowell supuestamente plasmó sus dudas en un manuscrito titulado "Algunas reflexiones sobre la vida de William Shakespeare". De hecho, James Shapiro ha argumentado recientemente que el relato de Cowell era en sí mismo una falsificación producida en algún momento después de la década de 1840. Los nuevos descubrimientos de entonces, incluyendo registros de que Shakespeare acaparó grano durante la hambruna mientras otros morían de hambre, resultaron desagradables para los victorianos, que veneraban la nobleza que veían en su obra. Así que decidieron buscar otro autor, más noble.

De hecho, casi toda la negación de Shakespeare se basa en la creencia de que la grandeza de sus obras no encuentra reflejo en lo que conocemos de su persona. Esta idea se basa en la falacia de que podemos determinar la veracidad del carácter de una persona a partir de las ficciones que crea, una idea tan poco fiable ahora como en la época victoriana (o, de hecho, en la obra de Shakespeare). Es mucho más probable que las numerosas referencias contemporáneas a Shakespeare, como la de Francis Meres en 1598, signifiquen lo que dicen: que William Shakespeare, actor de teatro, dueño de teatro y, sí, acaparador de cebada, fue un escritor ampliamente reconocido y admirado.

2. Shakespeare tenía un vocabulario excepcionalmente amplio.

Una de las observaciones más frecuentes sobre lo que hizo grande a Shakespeare es que poseía un vocabulario extraordinario y una facilidad única para inventar palabras. Se estima que su vocabulario oscila entre 20.000 y 30.000 palabras, dependiendo de cómo se cuenten (las estimaciones más altas tienden a contar las formas singular y plural de las palabras por separado). Hasta hace muy poco, incluso académicos brillantes e influyentes como Stanley Wells aceptaban este mito. «Las obras de Shakespeare utilizan un vocabulario excepcionalmente amplio», escribió Wells en 2003, y «muchas de estas palabras eran nuevas en el idioma».

Puede parecer mucho, pero las afirmaciones de "excepcionalidad" requieren contexto: ¿excepcional en comparación con qué o quién? Hugh Craig, experto en shakespearianismo y experto en estadística, publicó recientemente un ensayo que analiza las obras de Shakespeare y las de sus colegas para comparar la amplitud del vocabulario de la mayoría de los dramaturgos renacentistas y la cantidad de palabras que inventaron. El vocabulario relativo de Shakespeare se situó exactamente en el medio, con John Webster a la cabeza y Shakespeare enclavado entre Robert Greene y John Lyly. De igual manera, en comparación con Ben Jonson y Thomas Middleton —los únicos autores cuyo corpus superviviente se acerca al de Shakespeare en extensión—, Shakespeare acuñó palabras a un ritmo perfectamente promedio. Resulta que la reputación del Bardo por su asombrosa variedad lingüística e ingenio reside en la gran cantidad de obras suyas que se conservan hasta la actualidad, casi el doble que la de cualquier otro dramaturgo de la época. Por ello, debemos agradecer a la innovadora colección de sus obras dramáticas, conocida como el Primer Folio, compilada póstumamente en 1623 por sus antiguos colegas y compañeros actores John Heminges y Henry Condell.

3. Shakespeare no tenía educación.

El Primer Folio contiene un poema introductorio de Jonson, rival creativo y comercial de Shakespeare. Jonson asegura al difunto dramaturgo que su reputación artística está afianzada, «aunque sabías poco latín y menos griego». Este comentario, junto con el hecho de que Shakespeare no asistió a la universidad, se ha interpretado como una constatación de que Shakespeare fue un autodidacta brillante o un conocido impostor. No fue ni lo uno ni lo otro. Sin embargo, la idea de que Shakespeare tuvo «poca o ninguna educación» es repetida sin cesar por quienes dudan de su autoría, y está incluido en la lista de autodidactas notables de Wikipedia.

Para Jonson, un renombrado neoclásico, el latín de Shakespeare podía parecer escaso, pero eso no significaba que tuviera una educación deficiente. Si su educación fue similar a la de personas de un nivel socioeconómico similar, Shakespeare probablemente asistió a la Free Grammar School del rey en Stratford. Lamentablemente, los registros de la escuela no se conservan, pero, según los registros de escuelas similares, Shakespeare habría estudiado gramática, retórica y literatura latinas, libros de texto humanísticos renacentistas y textos latinos clásicos de Cicerón, Ovidio, Séneca y Virgilio, entre otros. Probablemente se le habría exigido hablar latín en clase y traducir textos latinos al inglés y luego de vuelta al latín. Las obras de Shakespeare, en particular "Trabajos de amor perdidos" y "Las alegres comadres de Windsor", dramatizan la vida y las lecciones del aula de la escuela primaria isabelina, y su obra, a lo largo de toda la obra, demuestra un profundo conocimiento de su currículo.

4. Shakespeare fue un artista en solitario.

Generalmente hablamos de Shakespeare como una figura solitaria (ciertamente es así como lo antologamos), incluso como una figura con una singularidad divina, como en el influyente argumento de Harold Bloom de que Shakespeare "inventó [el concepto de] lo humano tal como lo conocemos".

Sin embargo, los académicos han reconocido desde hace tiempo que la colaboración era la regla en el teatro moderno temprano, más que la excepción. De hecho, el análisis lingüístico de las obras realizado por Jonathan Hope sugiere que Shakespeare colaboró ​​con al menos tres dramaturgos —John Fletcher, Thomas Middleton y George Wilkins— en al menos cuatro obras: «Enrique VIII» (o «Todo es verdad»); «Los dos nobles parientes»; «Timón de Atenas»; y «Pericles, príncipe de Tiro». Un archivo editorial del siglo XVII también registra la colaboración de Shakespeare con Fletcher en la obra perdida «Cardenio», basada en la famosa novela española «Don Quijote», de Miguel de Cervantes. Basándose en análisis estilísticos y caligráficos , muchos académicos también creen que Shakespeare contribuyó con algunas páginas a otra obra, «Sir Thomas More», que se conserva en un manuscrito propiedad de la Biblioteca Británica. Además, como han argumentado Simon Palfrey y Tiffany Stern, los guiones dramáticos se revisaban poco a poco, basándose en el «papel» individual de cada actor, literalmente una parte del guion. El producto final habría sido pues una colaboración entre autor, actor y otros profesionales implicados en la producción teatral.

5. La poesía de amor de Shakespeare fue escrita sobre una mujer.

La película ganadora del Óscar "Shakespeare enamorado" retrata a Shakespeare enviando floridos sonetos a una aristócrata para proclamar su amor y admiración. Sin embargo, como ha señalado Valerie Traub, la película pasa por alto que los primeros 126 de los 154 sonetos de Shakespeare probablemente estaban dirigidos a un hombre amado, el "Sr. WH", a quien la primera edición de 1609 nombra como "el único progenitor de estos sonetos subsiguientes". Entre estos poemas se encuentran algunos de los versos románticos más famosos de la literatura inglesa, como "Que no admita impedimentos en el matrimonio de las mentes sinceras" y "¿Debo compararte con un día de verano?".

Curiosamente, el Renacimiento no estigmatizó la atracción entre hombres como lo harían las generaciones posteriores. En un influyente ensayo, Margreta de Grazia llegó a argumentar que el "escándalo" original de los sonetos de Shakespeare fueron los 28 poemas dirigidos a la mujer anónima tradicionalmente llamada la "Dama Oscura". Su piel más oscura, dijo De Grazia, habría sido una barrera mucho mayor para un romance socialmente aceptable que el género del Sr. WH. Se acepte o no esta jerarquía de escándalos, la poesía de Shakespeare muestra un placer y una comodidad con la erótica masculina del mismo sexo que superan a los de gran parte de su público posterior.


ARI FRIEDLANDER, Five myths about William Shakespeare, The Washington Post, 4 de septiembre de 2015, traducción de Google Translate + Mary Crónica (AQUÍ)


El "vocabulario pobre" de Antonio Machado, según Aleixandre


Aleixandre recibía a los poetas como una odalisca, medio tumbado en una chaise-longue o, a veces, en su patio-jardín, con un árbol en medio, donde, arropadas las piernas en mantas y en compañía de su perro Sirio, respiraba buen aire por recomendación médica, ya que le habían extirpado un riñón. Era un hombre soso de cara y palabras, que no parecía sevillano en absoluto y aunque a veces hablaba con cierto apresuramiento, eso no era más que un remedo de interés o pasión, que no acababa tampoco de convencer. Por lo menos a mí.

En la visita que hice solo, hablamos de la veneración que se había despertado por Antonio Machado, de algunos por su noble actitud en la guerra de España y de otros porque admiraban su obra.

—Qué duda cabe de que era un buen poeta, pero, ¡tiene un vocabulario tan pobre...! —dijo Vicente. 

También me contó que, para escribir, "necesitaba no sentir el cuerpo", y me dedicó sus Poesías completas, que habían salido en 1960 en Aguilar.


MEDARDO FRAILE, El cuento de siempre acabar, Pre-textos, Valencia, 2009, pág. 512.

La dictadura de Videla censura a un humorista que parodiaba a Borges por "atentado a la cultura argentina y al prestigio del escritor"


El 2 de julio de 1981, el recién creado Comité Federal de Radiodifusión (COMFER) prohibió que el popular humorista Mario Sapag volviera a realizar las imitaciones de Jorge Luis Borges que rompían todos los ratings cada semana a la hora del esperado Operación Ja-Ja de Canal 13. 

Ante la censura impuesta por el organismo de control de contenidos de la dictadura gobernante, el cómico Sapag debió abandonar su parodia de Borges, pese a que este último no había mostrado ninguna objeción ni reclamo. ¿Y por qué entonces la repentina censura de algo que entretenía a todas las familias argentinas y no molestaba ni siquiera al imitado?

El fundamento oficial comunicado por el Gral. Rodolfo Emilio Feroglio a cargo del organismo fue que se trataba de un atentado a la cultura argentina y al prestigio del escritor. La palabra atentado tenía resonancias suficientemente atemorizantes por esos tiempos y nadie acusado de semejante conducta se atrevía a desafiar el poder dictatorial sin temer por su seguridad. Pero, ¿realmente se podía enrostrar al humorista un atentado a la cultura y al prestigio de Borges? ¿No era un disparate dentro de los límites de la propia represión, rayano a lo hilarante?

Las repercusiones del levantamiento de las imitaciones de Borges llegaron a todos los medios. Era insólito, aún en plena dictadura, que la censura alcanzara a lo más trivial y familiar. Ni de Borges ni de Sapag se podían sospechar ideologías izquierdistas, ni siquiera progresistas y mucho menos justicialistas o sindicales en el caso del escritor, reconocido conservador. Además, los sketchs cuestionados eran harto inocentes y de guion elemental. Pero el COMFER acababa de ser creado y el militar a su cargo deseaba mostrarse como el Gran Censor.

En el Nro. 521 de la revista Somos, aparecido el 10 de julio de 1981, encontramos las entrevistas hechas por el periodista Raúl García Luna a imitador e imitado, previa reseña del escándalo del momento.

“El 2 de julio, como todos los jueves a las 21, los seguidores de Operación Ja-Ja sintonizaron Canal 9. Pensaban reírse durante una hora y media con Los chetos, la Pequeña galería de tipos molestos, la peluquería de Porcel y los reportajes de Minguito y El Preso. Y también esperaban las imitaciones de Mario Sapag: José Gómez Fuentes, Narciso Ibáñez Menta, Guillermo Nimo, Sergio Villarruel y Jorge Luis Borges, plato fuerte del sketch. Cada personaje tuvo su carcajada (o no), pero el del escritor faltó a la cita. ¿Qué había pasado? La noticia corrió por los pasillos del canal y salió a la calle: el COMFER (Comité Federal de Radiodifusión) prohibió la imitación de Borges porque resulta 'un atentado al patrimonio cultural de la Argentina'. Palabras del general Roberto Emilio Feroglio, titular del COMFER, que agregó: 'Borges ha sido y es un dignísimo embajador de nuestra cultura en todas partes del mundo, y la función de este organismo es respetar a la audiencia, pero también hacer respetar a la audiencia, pero también hacer respetar a las personalidades que honran al país'. Poco después, Mario Sapag y el autor de El Aleph dieron su opinión a Somos, que también entrevistó a varias personalidades del ámbito cultural para ilustrar el caso. En cambio, ese contacto no fue posible con el titular del COMFER, quien aclaró al cronista que estaba dispuesto a hablar sobre otros temas, pero no sobre esta medida en especial.

Borges dixit

-¿Conocía la imitación de Sapag antes de la prohibición?
-Sí. Mis amigos, que ven televisión, me contaron que existía y que era bastante buena. Que no había nada malicioso en ella, esas cosas...
-¿Quiere decir que no le molestaba?
-De ninguna manera, vea. Si ese buen señor se empeñaba en parecerse a mí una vez por semana, si ése era su trabajo, ¿por qué me iba a molestar? En todo caso tendría que sentirme halagado: no se hacen imitaciones a cualquier Juan de los Palotes. En fin, tampoco quiero decir que uno sea tan importante como para que lo imiten. Para mí es un honor.
-¿Qué opina de la medida del COMFER?
-Una pavada. Este ya parece el país de los funcionarios públicos, un país donde la burocracia decide sobre cualquier cosa en lugar del ciudadano. Me parece una medida absurda.
-¿Está en contra todo tipo de censura?
-Si se usa contra la pornografía y el mal gusto, no. Pero éste no es el caso. El Estado no puede andar metiéndose en todo y con todos. Hay cosas más importantes y urgentes de qué ocuparse, pienso. Pero parece que me equivoco, porque los funcionarios argentinos andan enredados en la intimidad ajena. Lamento haberle ocasionado esta molestia a Sapag. Ni él ni yo tenemos la culpa de toda esta banalidad.

Sapag dixit

-¿Qué opina sobre la actitud del COMFER?
-Nada. Es una disposición de las autoridades y listo. Yo soy solamente un trabajador y por lo tanto mi obligación es acatarla. Eso es todo.
-¿Y las declaraciones que hizo ante algunos medios gráficos?
-Yo no hice ningún tipo de declaraciones ni las quiero hacer.
-En esas declaraciones usted habría dicho que encaró su imitación de Borges con mucho respeto y que no imitaba a nadie sin admirarlo...
-Le vuelvo a repetir: no hice ningún tipo de declaraciones...
-...hasta este momento. Otra cosa: ¿No perjudica a su carrera la prohibición de un personaje que ya había alcanzado repercusión pública?
-Mire, si no hago más este personaje, ya haré otro. Mi fuerte son las imitaciones, y en ese campo hay suficiente tela para cortar.
-Anteriormente hubo problemas con el Menotti-triste. ¿Se quejó algún otro de sus imitados: Villarruel o Ibáñez Menta, por ejemplo?
-No, no, ninguno se quejó nunca. Y no quiero hablar más del asunto.”


Las respuestas de Sapag evidenciaron que estaba verdaderamente atemorizado y que su respetuosa voluntad de no opinar excedía al correcto acatamiento de una medida. No se supo entonces, al menos públicamente, si ese miedo había sido reforzado de algún otro modo. Lo cierto es que Mario Sapag calló tanto como su parodiado Borges.

Recién tras el regreso a la democracia Sapag pudo volver a poner en escena sus parodias de Borges, que llegaron al año 1985. Los absurdos motivos de la inicial censura y el temor infundido entonces en el imitador no terminaron nunca de disiparse. Tampoco se explica que el organismo censor haya persistido en funciones por más de veintiocho años, hasta que en en diciembre de 2009 se derogara la ley de de la dictadura que lo había creado. Pero esa es otra historia.


FLORENCIA GIANI, Revista Somos, Nº 521, 10 de julio de 1981, extraído de Borges todo el año (AQUÍ)

Benedetti no da crédito a las quince jarras de cerveza que se bebió Onetti la primera vez que coincidió con él


Conocí personalmente a Onetti al final de los años cuarenta, en una cervecería montevideana. Era la primera vez que algunos escritores (apenas treinteañeros, ay) dialogábamos con el Maestro, bastante precoz por cierto, ya que increíblemente estrenaba los cuarenta. De aquella ocasión todavía recuerdo dos de mis asombros: 1) la pasmosa y rítmica naturalidad con que fue consumiendo quince jarras de cerveza, y 2) la absoluta falta de afectación con que decía cosas originales, certeras, reveladoras, casi como pidiendo excusas por ser inteligente. No era simple cuestión de admirarlo ni (algo más bien imposible) de imitarlo. Se trataba solo de registrar una actitud, y abrir ojos y orejas ante ella.


MARIO BENEDETTI, fragmento de Tres lecturas de Onetti, artículo de 1989 recogido en El ejercicio del criterio, Alfaguara, 1995, Madrid, pág. 240.

"El jorobado de Notre Dame" de Victor Hugo se convierte casi doscientos años después en el libro más vendido en Francia a causa del incendio de la catedral


El clásico literario del siglo XIX de Victor Hugo, Notre-Dame de París, se ha disparado al primer puesto de los libros más vendidos en Francia después del incendio que el lunes por la noche devastó la catedral parisina de 850 años de antigüedad.

El miércoles por la mañana, diferentes ediciones de la novela de 1831 ocupaban el primer, tercer, quinto, séptimo y octavo lugar en la lista de los más vendidos de Amazon Francia, con una historia de la obra maestra de la arquitectura gótica ocupando el sexto lugar.

El libro es más conocido en la anglosfera como El jorobado de Notre Dame, título que recibió su traducción al inglés de 1833.

El gran éxito confirma la tendencia francesa a buscar consuelo en la literatura en tiempos de angustia nacional: París era una fiesta, las memorias de Ernest Hemingway sobre su tiempo en los bares y cafés de París en la década de 1920, se convirtió en el libro de mayor venta en Francia después de los ataques terroristas de noviembre de 2015.

La novela épica de 11 capítulos de Hugo está ambientada en 1482 y cuenta la historia de la bella gitana Esmeralda, que captura los corazones de muchos hombres, pero especialmente del jorobado Quasimodo, el campanero medio ciego y sordo de Notre Dame.

Muchos críticos han argumentado que la propia catedral es el verdadero héroe de la obra, que el escritor y activista comenzó en 1829 en parte para llamar la atención sobre la importancia de la arquitectura gótica de la capital francesa, que en ese momento estaba siendo ampliamente descuidada, desfigurada o demolida para dar paso a nuevos edificios.

La novela se convirtió en un clásico y se le atribuye en gran medida el mérito de haber ayudado a iniciar una vasta renovación de la desmoronada catedral –el “majestuoso y sublime edificio” de Hugo– a mediados del siglo XIX, completada por los arquitectos Jean-Baptiste-Antoine Lassus y Eugène Viollet-le-Duc.

En un pasaje frecuentemente citado de la novela, Hugo se enfurece por el estado del edificio: “Por mucha belleza que conserve a su vejez, no es fácil reprimir un suspiro, contener nuestra ira, cuando observamos las innumerables desfiguraciones y mutilaciones a las que los hombres y el tiempo han sometido a ese venerable monumento”.

Un segundo pasaje, igualmente profético, ha circulado ampliamente en las redes sociales en Francia desde que estalló el incendio que destruyó grandes partes del techo de la catedral y derribó su aguja sobre la nave.

“Todas las miradas se dirigieron a la cima de la iglesia”, escribió Hugo. “Lo que vieron fue de lo más extraño. En lo alto de la galería superior, más alta que el rosetón central, una inmensa llama ascendía entre los dos campanarios con chispas arremolinadas. Una llama inmensa, feroz y potente, cuyos fragmentos fueron arrastrados por el viento junto con el humo. Bajo esta llama… dos caños, que terminaban en gárgolas, vomitaban cortinas de lluvia ardiente, cuyos chorros plateados brillaban con nitidez contra la penumbra de la parte inferior de la fachada de la catedral".


JON HENLEY, "Notre-dame de París" de Victor Hugo encabeza la lista de más vendidos tras el incendio, The Guardian, 17 de abril de 2019, traducción de Google Translate + Mary Crónica, todo el artículo AQUÍ.

Virginia Woolf y Katherine Mansfield se despiertan antipatía mutua en su primer encuentro


Casi al mismo tiempo que la imprenta ingresó en su vida, Virginia recibía insistentes invitaciones de lady Ottoline Morrell, a quien no veía desde su casamiento. Durante la guerra, su granja en Garsington, cerca de Oxford, se había convertido en alojamiento para los objetores de conciencia, a quienes Philip Morrell les ofrecía empleo asociado a tareas rurales. Allí, entre residentes e invitados, podía verse a Clive Bell y Lytton Strachey, al pintor Mark Gertler, a Katherine Mansfield y John Middleton Murry, a Aldous Huxley, D. H. Lawrence y a muchos jóvenes atraídos por un círculo alternativo y sospechado, puesto que desde el gobierno y otros sectores de la sociedad veían a Garsington como el refugio de espías alemanes. La cuestión tenía sus bemoles; si bien recibían atenciones constantes, los huéspedes vivían criticando a su anfitriona, pero nadie parecía tener «la fortaleza mental para dejar de ir». Ottoline ejercía sobre Virginia una fascinación contradictoria. De pronto, le parecía una sirena con mechones de cabellos dorados rojizos, «las mejillas suaves como almohadones con un encantador carmín en lo alto de los pómulos, y un cuerpo formado más como el que imagino de las sirenas y veo por primera vez». Otras veces la consideraba superficial, exagerada, y hubo momentos en los que se mostró altiva y displicente con ella. Por su parte, Leonard trataba de evitar el contacto con ese círculo, caracterizado por sostener relaciones conflictivas; lo consideraba perjudicial para la salud de Virginia y hacía lo posible por posponer cualquier visita a Garsington. Allí, el año anterior, la escritora Katherine Mansfield había halagado Fin de viaje frente a Lytton y también había expresado su deseo de que le presentaran a Virginia. Por fin, en febrero, las dos escritoras se conocieron personalmente.

El encuentro fue singular. A Virginia no le impresionó favorablemente la liberalidad sexual de la que Katherine hacía gala y la franqueza con que relataba sus aventuras, y le escribió a Vanessa diciendo que tenía una personalidad desagradable y sin escrúpulos. Por su parte, Katherine tuvo la impresión de que Virginia era una mujer delicada, cosa que no era de extrañar, puesto que por entonces se recuperaba de su larga enfermedad. Leonard, que también estuvo presente en el encuentro, retrató a Katherine Mansfield en sus memorias:
Ella […] parecía estar siempre en guardia contra un mundo que veía como hostil. […] Creo que por naturaleza era alegre, cínica, amoral, obscena, ingeniosa. Cuando la conocimos, estuvo extraordinariamente entretenida. No creo que nadie me haya hecho reír tanto como ella en esos días. Se sentaba muy tiesa en el borde de la silla o sofá y contaba en toda su extensión algún tipo de saga, sobre sus experiencias como actriz, o cómo y por qué Koteliansky aullaba como un perro en la habitación de arriba del edificio en Southampton Row.
Comenzaba una relación que, oscilando entre la atracción y el rechazo, marcó desde un principio el encuentro de las dos escritoras. Dado que sus personalidades, estilos de vida y educación diferían claramente, la admiración que se dispensaron no estuvo exenta de resquemores. De estos sentimientos contradictorios da cuenta Virginia en su diario:
Ambos podríamos desear que nuestras primeras impresiones de K. M. no fuesen que apesta como una, bueno, una civeta que fue sacada a pasear. En verdad, estoy un poco conmocionada por su ordinariez a primera vista; líneas tan duras y vulgares. Sin embargo, cuando esto se apaga, ella es tan inteligente e inescrutable que recompensa la amistad.
Si tenemos en cuenta que por entonces Katherine decía: «Los Lobos [Woolves]… son apestosos», comprobamos que la antipatía era mutua. De todas maneras, si bien se estudiaban, albergaban sospechas e incluso se referían a los olores que emanaba la otra, sus siguientes encuentros dejaron en claro que las dos tenían una idea similar acerca de lo que debía ser la escritura y encaraban su trabajo con igual intensidad y seriedad. Es así como en junio de 1917, en condiciones de reconocerlo, Katherine le escribía a Virginia: «Tome en cuenta lo extraño que es encontrar a alguien con la misma pasión por la escritura y que desea ser escrupulosamente sincera con usted».

Aunque Katherine admiraba «la extraña, tambaleante, destellante calidad de [la] mente» de Virginia, conservó sus reservas, y en agosto, poco antes de partir para un fin de semana en Asheham House, exclamaba: «Al demonio con las Bayas de Bloomsbury» (To Hell with the Blooms Berries). Como puede verse, la relación de Virginia y Katherine Mansfield estuvo plagada de desencuentros, ambivalencia, rivalidad, hostilidad y competencia. Además de que su vida y temperamento eran diferentes, se conocieron en momentos en los que Virginia resurgía de los abismos de su enfermedad y Katherine descendía a los de la suya. En 1911 había publicado En una pensión alemana, y por entonces escribía para una serie de revistas, una de las cuales editaban su pareja, John Middleton Murry, y D. H. Lawrence. La relación de Katherine y Murry no era excluyente, y entre 1914 y 1916 ambos sostuvieron una apasionada y turbulenta amistad con D. H. Lawrence y su mujer. Se decía que Lawrence contagió a Katherine la tuberculosis, y se sabe que, además, ella padecía de artritis a causa de la gonorrea que había contraído alrededor de 1910.

La escritora neozelandesa había nacido en 1888. En 1903 viajó con sus padres a Inglaterra, donde estuvo pupila en el Queen’s College de Harley Street, un colegio femenino fundado cincuenta años antes. Allí conoció a su amiga y compañera de toda la vida, Ida Baker. Si bien en 1906 regresó con su familia a Wellington, Katherine convenció a sus padres para que le permitieran volver a Londres en 1908. Allí vivió una serie de amoríos con mujeres y con hombres hasta que —⁠embarazada de un joven de diecinueve años⁠— se casó con un profesor de canto llamado G. C. Bowden, apenas dos semanas después de conocerlo. Llamativamente, Katherine abandonó a su marido la misma noche de su boda, sin consumar el matrimonio. Por entonces su madre llegó a Londres y, en un intento de ocultar su estado y encauzarla, viajó con ella a Alemania y la internó en Bad Wörishofen, un centro de salud donde Katherine perdió su embarazo. La relación con su familia se resintió, y eliminada del testamento de su madre, Katherine comenzó a dedicarse a la escritura. Publicaron sus primeros relatos en 1909, y ya era reconocida en Londres cuando, en 1911, apareció su primer libro de cuentos, En una pensión alemana. A fines de ese año conoció a John Middleton Murry, con quien inició una relación amorosa larga y accidentada, que además de problemas económicos constantes y de aventuras editoriales desastrosas, incluía la tormentosa amistad con el escritor D. H. Lawrence y su mujer Frieda. La liberalidad sexual de Katherine, sus amantes, un casamiento seguido de separación y luego la convivencia con John Middleton sumaban experiencias que Virginia estaba lejos de compartir. En el momento en que se conocieron, la tuberculosis de Katherine ya avanzaba y sufría los efectos de la gonorrea. Los padecimientos físicos, además de su carácter duro y difícil, no la convertían en una persona fácil de frecuentar, y Virginia nunca pudo superar sus prevenciones. Situaciones que involucraron a Clive —⁠él acusó a Virginia de contarle a Katherine cosas desfavorables que había dicho sobre ella⁠—, los chismes de Garsington y la misma actitud de Katherine no facilitaban la relación. La duplicidad se acentuaba, ambas hacían comentarios desagradables e incisivos a espaldas de la otra, y cuando se veían, las actitudes variaban del entusiasmo a la cautela. A pesar de ello, la relación estimuló y mantuvo en vilo a Virginia hasta 1920. Es así como, después de la muerte de Katherine, extrañó su juicio crítico, sus conversaciones literarias y no faltó ocasión en que conmemorara, como si se tratara de un fantasma, «esa extraña aparición con la mirada perdida y rictus en los labios, arrastrándose por la habitación».


IRENE CHIKIAR BAUER, Virginia Woolf, la vida por escrito, Taurus, 2015, traducción de Marta P. de la Sota.

Cocteau: "En Francia los escritores son políticos fracasados, y los políticos escritores fallidos"


Hablando de Rubén Darío con L., que es nicaragüense, pasamos a hablar de los escritores enrolados en la política activa que él conoce, y concluimos por aquello que decía Cocteau, por lo visto; y era que Francia es un país donde la mayor parte de los escritores son políticos fallidos, y la mayor parte de los políticos, escritores fracasados. Y esto es una ocurrencia o ingeniosidad, pero recuerdo que Bernard-Henry Lévy aseguraba que esa ocurrencia de Cocteau llevaba consigo una verdad: la de que en todo escritor con alguna excelencia subyace la idea del valor de la acción y de la espada, y que en los hombres de Estado está la otra convicción de que el verdadero valor está en los libros. ¿Será así?


JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, Impresiones provinciales, Confluencias Editorial, Salamanca, 2015, págs. 66 y 67.

Stephen King firma tantos libros que sus dedos comienzan a sangrar


Kim Ricketts me contó una historia de Stephen King. Habíamos ido a Belltown después de un evento en la librería de la Universidad de Washington. Nos pedimos unas cervezas y me contó que estaba diversificándose, empezando a planear eventos como oradora para corporaciones como Microsoft y Starbucks. Yo necesitaba que me llevaran de vuelta a mi hotel, pero Kim era lista y graciosa, y antes de la de Stephen King me contó una historia de Al Franken que explicaba por qué ahora la Universidad de Washington exigía a toda la gente que asistía a una aparición pública del autor que comprara el libro. Y era porque Al Franken había llenado los más de ochocientos asientos del Kane Hall, y todos los estudiantes se habían reído de todo lo que decía Franken. La asistencia era gratis para el público, pero aun así al final de la velada Franken había vendido la astronómica cifra de ocho libros.

La nueva política decía que la adquisición del libro era obligatoria.

Para poder programar un evento de Stephen King, Kim me contó que había tenido que aceptar sus condiciones habituales. Había tenido que contratar guardaespaldas y alquilar un local con capacidad para cinco mil personas. Cada persona podía llevar un máximo de tres ejemplares para que el señor King se los autografiara. El evento duraba unas ocho horas, y durante todo ese tiempo tenía que haber alguien de pie detrás de la mesa de las firmas sosteniendo una bolsa de hielo sobre el hombro del autor.

Llegó el día, y Kim sostuvo la bolsa de hielo sobre el hombro en cuestión. El lugar, Town Hall, una iglesia desconsagrada en Capitol Hill, tiene unas vistas espectaculares del centro de Seattle. Estaba lleno hasta la bandera de aquellas cinco mil personas, la mayor parte jóvenes y todos listos para esperar horas a que les firmasen sus tres ejemplares. King se sentó y empezó a firmar autógrafos. Kim estaba aguantándole la bolsa de hielo sobre el hombro rebelde. Cuando no llevaba ni cien libros de los supuestos cinco mil, Kim me contó que King se giró hacia ella y le preguntó: «¿Me puedes traer vendas?».

Le enseñó la mano con que firmaba, y Kim pudo ver que tenía la piel de los dedos índice y pulgar fosilizada en forma de un grueso callo como resultado de una vida entera de firmas maratonianas de libros. Esos callos son el equivalente del escritor de la oreja de coliflor de quienes practican la lucha libre. Aunque eran tan gruesos como las placas del lomo de un estegosaurio, los callos se le habían empezado a abrir.

—Estoy sangrando sobre los libros —⁠dijo King.

Y le enseñó que la sangre recién brotada le había manchado la pluma y había dejado una huella dactilar parcial de sangre sobre la portadilla de un libro propiedad de un joven que estaba esperando y a quien no parecía afligirle para nada ver su propiedad manchada de los fluidos vitales de aquel gran artesano de la palabra y narrador de historias.

Kim empezó a alejarse, pero ya era demasiado tarde. La siguiente persona de la cola había oído la conversación y gritó:

—¡No es justo! ¡Si el señor King puede sangrar en los libros de este, también tiene que sangrar en los míos!

Y esto lo oyó el edificio entero. El cavernoso recinto se llenó de chillidos de indignación mientras cinco mil fans del terror exigían su ración de sangre de persona famosa. Los gritos de rabia arrancaban ecos del techo abovedado. Kim apenas pudo oír a King cuando este le preguntó: «¿Me puedes echar una mano?».

Sin dejar de presionar con la bolsa de hielo, Kim le dijo:

—Son sus lectores… Haré lo que usted decida.

King volvió a firmar. A firmar y a sangrar. Kim se quedó a su lado, y cuando el público vio que nadie traía vendas, la protesta acabó remitiendo. Cinco mil personas. Cada una con tres ejemplares. Kim me contó que la sesión se alargó ocho horas, pero que King consiguió firmar con su nombre y dejar una huella de su sangre en cada libro. Al final del evento estaba tan débil que los guardaespaldas se lo tuvieron que llevar a su Lincoln Town Car en volandas.

Pero ni siquiera entonces, mientras el coche arrancaba para llevarlo a su hotel, se había terminado el desastre.

Un grupo de gente que se había quedado fuera del evento por falta de aforo se metió también en sus coches para perseguir al de King. Aquellos amantes de los libros embistieron el Lincoln hasta destrozarlo; y todo por la oportunidad de conocer a su autor favorito.

En aquella taberna, Kim y yo nos quedamos mirando la calle vacía a través del ventanal. Contemplando la noche.

El sueño de Kim Rickett era abrir, en el barrio de Ballard, en Seattle, una librería que vendiera solo libros de cocina. Moriría de amiloidosis en 2011. La librería de sus sueños, Book Larder, sigue abierta.
Pero aquella noche estábamos solo Kim y yo en un bar por lo demás desierto. Un poco borrachos, pero no mucho. A modo de réplica a su historia de Stephen King, negué con la cabeza y le pregunté:

—¿Y esa es la gran fama que todos ansiamos?

Kim suspiró.

—Así son las grandes ligas.



CHUCK PALAHNIUK, Postal de la gira, capítulo de Plantéate esto: Momentos de mi vida como escritor que lo cambiaron todo, Random House, 2022, traducción de Javier Calvo.

La afición a coleccionar pisapapeles que Colette contagió a Truman Capote


Había un centenar, y cubrían dos mesas, cada una a un lado de la cama: esferas de cristal que encerraban lagartos verdes, salamandras, ramos millefiori, libélulas, un cesto de peras, mariposas posadas sobre una fronda de helechos, remolinos de rosa y blanco y azul y blanco, brillando como fuegos de artificio, cobras enrolladas para atacar, ramilletes de pensamientos, magníficas poinsetias.

Por fin Madame Colette dijo:

—Ah, veo que le interesan mis copos de nieve.

Sí, sabía a qué se refería: esos objetos eran como copos de nieve permanentes, deslumbrantes formas heladas para siempre.

—Sí —dije—. Hermosos. Hermosos. ¿Qué son?

Me explicó que eran lo más refinado en el arte de la fabricación del cristal: joyas de vidrio concebidas por los maestros artesanos de las mejores fábricas de cristal de Francia: Baccarat, St. Louis y Clichy. Seleccionó al azar uno de los pisapapeles, uno grande y hermoso que estallaba en colores de mil flores, y me mostró la fecha de fabricación, 1842, oculta en el interior de uno de los menudos capullos.

—Los mejores pisapapeles —me dijo— fueron hechos entre 1840 y 1880. Después, todo ese arte se desintegró. Empecé a coleccionarlos hace cuarenta años. No estaban de moda, y se podían encontrar magníficas piezas en el rastro a precios muy bajos. Ahora, claro, un pisapapeles de primera cuesta un dineral. Hay cientos de coleccionistas, y, en total, solo debe de haber tres o cuatro mil pisapapeles en existencia que valgan la pena. Este, por ejemplo. — Me acercó una pieza de cristal del tamaño de una pelota de béisbol—. Es un Baccarat. Se llama la Rosa Blanca.

Se trataba de un pisapapeles con facetas de una pureza maravillosa, sin burbujas; tenía una única decoración: una sencilla rosa blanca rodeada de hojas verdes.

—¿Qué le recuerda? ¿Qué pensamientos le trae a la mente? —me preguntó Madame Colette.

—No lo sé. Me gusta su aspecto. Frío y pacífico.

—Pacífico. Sí, eso es muy cierto. A menudo he pensado que me gustaría llevármelo en el ataúd, como un faraón. ¿Pero qué imagen le evoca?

Le di vueltas al pisapapeles en aquella luz pálida y rosácea.

—Niñas vestidas para su primera comunión.

Sonrió.

—Encantador. Y muy apropiado. Ahora comprendo que lo que me dijo Jean es cierto. Me dijo: «No te dejes engañar, querida. Parece un ángel de diez años. Pero no tiene edad, y posee una mente perversa».

Pero no tanto como la de mi anfitriona, que le dio unos golpecitos al pisapapeles que yo tenía en la mano y me dijo:

—Quiero que se lo quede. Como recuerdo.

Y al hacerlo me labró un destino financieramente ruinoso, pues desde ese momento me convertí en «coleccionista», y durante años he realizado una ardua y obligada búsqueda de esos delicados pisapapeles franceses que me ha llevado desde las opulentas salas de subastas de Sotheby’s hasta turbios anticuarios de Copenhague y Hong Kong. Es un pasatiempo caro (normalmente, el coste de esos objetos, según su calidad y rareza, oscila entre 600 y 15.000 dólares), y durante todo este tiempo en que les he ido detrás solo he encontrado dos gangas, pero fueron increíbles golpes de suerte, y quedaron más que compensadas por muchas crueles decepciones.


TRUMAN CAPOTE, fragmento de La rosa blanca (1970), incluido en Los perros ladran, Anagrama, Barcelona, 1999, traducción de Damián Alou.

La "salida" de Genet a un traductor que elogiaba a Inglaterra


Hace algunos años, un periódico londinense pidió a Genet un artículo con su opinión sincera sobre Inglaterra. Al redactarlo, el escritor se despachó a gusto sobre el tedio insoportable de la vida del país, la insipidez de la cocina, la mediocridad actual de la literatura, la falta de atractivo sexual de los jóvenes, el talante horteril de la reina. La persona encargada de traducirlo, tras cumplir su trabajo, le hizo observar que, a su parecer, no había captado en absoluto los rasgos y virtudes que conferían al pueblo inglés su grandeza: «Con imperio o sin él, somos un pueblo cívico y disciplinado. Mientras los italianos, por ejemplo, evaden el fisco de modo sistemático, nosotros tenemos a gala declarar religiosamente nuestros bienes e ingresos». Genet, entonces, reprodujo el comentario de su traductor y añadió: «Inglaterra es un gran país porque los italianos no pagan sus impuestos».


JUAN GOYTISOLO, Por qué he escogido vivir en París, El País, 26 de diciembre de 1980. Todo el artículo AQUÍ

Italo Svevo acaba haciéndose amigo de su profesor de inglés, James Joyce


Italo Svevo, judío converso de Trieste, autor de La conciencia de Zeno, que vivió entre 1861 y 1928, fue director comercial de una compañía de pintura de Trieste, la Societá Venziani, que pertenecía a su suegro y que se disolvió hace unos años. Trieste perteneció a Austria hasta 1918, y esa compañía era famosa por suministrar a la marina austriaca una excelente pintura anticorrosiva, para las quillas de sus buques. A partir de 1918 Trieste pasó a Italia, y la pintura empezó a suministrarse a las marinas británica e italiana. Para poder relacionarse con el Almirantazgo, Svevo acudió a que le diera clase James Joyce, cuando éste enseñaba inglés en Trieste. Se hicieron amigos, y Joyce ayudó a Svevo a encontrar editor para su obra. El nombre de marca de la pintura anticorrosiva era Moravia. Que este nombre coincida con el seudónimo del otro novelista no es fortuito: tanto el empresario de Trieste como el escritor romano lo tomaron del apellido de un pariente común, por parte de madre.


PRIMO LEVI, entrevistado por Philip Roth en 1986 y recogido en El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras, DeBolsillo, 2009, traducción de Ramón Buenaventura.

Kafka se queja de que Sándor Márai traduzca al húngaro sus mejores relatos


Sándor Márai fue, por cierto, uno de los primeros en reconocer la importancia de Franz Kafka fuera de su ámbito lingüístico y ya en 1922 tradujo al húngaro sus mejores relatos. Cuando Kafka se enteró de ello, enseguida protestó por carta a su editor Kurt Wolff y le señaló que tenía reservada la traducción de sus obras al húngaro a su conocido y amigo Robert Klopstock. Este tal Robert Klopstock era un aficionado a la literatura de origen húngaro que, de hecho, ejercía la profesión de médico y cuyo nombre aparece más tarde en los círculos literarios de los alemanes emigrados a Estados Unidos. La historia es como si el Kafka de carne y hueso de pronto se hubiera pasado al mundo ficticio de alguno de sus relatos. Para que se entienda: es como si yo, al enterarme de que Thomas Mann acaba de traducir uno de mis libros al alemán, comunicara a mi editor que confío más en mi médico de cabecera, el cual chapurrea un poco en alemán.


IMRE KERTÉSZ, fragmento del artículo Patria, hogar, país, incluido en Un instante de silencio en el paredón, Herder Editorial, 1999, traducción de Adan Kovacsics.

El pacto al que llegó Camus para seguir con María Casares sin romper con su mujer


PREGUNTA: ¿Cuál era la relación de su padre con España, a donde nunca quiso regresar mientras estuviera Franco? 
CATHERINE CAMUS: Mi padre decía que lo mejor de él lo tenía de su sangre española.

PREGUNTA: Cómo fue su encuentro con María Casares cuando la actriz española le entregó a usted la correspondencia que había tenido con su padre, con quien tuvo una larga relación íntima.
C. CAMUS: Ya la conocía de antes. No fue una sorpresa que me entregara las cartas. Fue justo después de la muerte de mi madre. Cuando mi madre vivía le pregunté una vez por María Casares, por cómo era. Entonces, me dije a mí misma, estoy loca por preguntarle esto a mi madre. Mi madre me miró así [cara de incredulidad] y me contestó: ‘Es como tú, te pareces a ella’. No supe interpretar si eso había estado bien o no. Mi madre quería a María.

PREGUNTA: Era una forma también de querer a su padre, a su marido. Casares era la amante de su padre…
C. CAMUS: Sí. María Casares aceptó que mi padre viviera con ella el 75% de su vida y el resto con mi madre.

PREGUNTA: Hubo un tiempo en que los intelectuales europeos se dividían entre quienes apoyaban a Camus y quienes seguían a Sartre, qué se decía en casa de aquella polémica.
C. CAMUS: Mi madre me decía siempre que mi padre era muy generoso y siempre daba dinero a los pobres. Sartre siempre estuvo manipulado por Simone de Beauvoir. Ella quiso acostarse con mi padre y mi padre no quiso, lo que generó el rencor hacia él. A partir de ahí, eso influyó en las críticas de Sartre a mi padre. Fue por despecho. Eso explica que cuando salió La caída Sartre dijera que era una obra maestra, pero cuando Robert Gallimard, el editor, le comentó: ‘Díselo’, Sartre dijera: ‘No puedo'. Era un verdadero capullo [lo comenta mientras se ríe abiertamente]

PREGUNTA: El expresidente Sarkozy propuso hace años que los restos de su padre fueran trasladados al panteón de Francia, pero su familia se opuso. ¿Qué sucedió?
C. CAMUS: Yo dije que sí, pero mi hermano, por primera vez en su vida, me llevó la contraria y dijo no. Ahora los pobres le han pedido que diga que sí, porque para ellos será un símbolo y una esperanza. 


CATHERINE CAMUS, "Simone de Beauvoir quiso acostarse con Camus y manipuló a Sartre contra mi padre", entrevista de Carlos Sánchez para El Confidencial, 7 de mayo de 2024. Toda la entrevista AQUÍ.

Neruda recomienda a Isabel Allende que abandone el periodismo y apueste por la literatura


GILBERT CRUZ: Así que, al principio de tu carrera, fuiste periodista. Trabajaste para la revista Paula, entre otros medios. Y se dice que conociste a uno de los escritores chilenos más famosos de todos los tiempos, el gran poeta chileno Pablo Neruda.
ISABEL ALLENDE: Y me dijo: «Isabel, quizás esto no sea para ti». Vivía en la playa de Isla Negra. Estaba enfermo y ya había ganado el Premio Nobel. Me invitó a su casa y pensé que quería que lo entrevistara. Todos en la revista estaban muy celosos porque me había elegido. Era invierno y conduje bajo la lluvia hasta allí. Me recibió muy amablemente. Me ofreció un almuerzo, una botella de vino blanco. Me mostró sus colecciones —sus colecciones ahora se consideran arte; antes eran basura— y le dije: «Bueno, Don Pablo, necesito hacer la entrevista, porque pronto oscurecerá y tengo que volver». «¿Qué entrevista?», dijo. «Bueno, vine a entrevistarte». —Ay, no, querida, jamás me entrevistarías. Eres la peor periodista de este país. Siempre te metes en el lío. Mientes sin parar. Y estoy seguro de que si no tienes una historia, te la inventas. ¿Por qué no te dedicas a la literatura, donde todos estos defectos son virtudes? —Debería haber prestado atención, pero no lo hice hasta muchos años después.

GILBERT CRUZ: Retrocedamos un poco. Estás en casa de este genio literario y te dice algo que a la mayoría le destrozaría.
ISABEL ALLENDE: ¡A mí también me destrozó, claro! Pero lo dijo con mucha amabilidad.

GILBERT CRUZ: No lo escuchaste en ese momento.
ISABEL ALLENDE: No, no lo hice, y dos meses después tuvimos el golpe militar. Así que olvídate de planes para el futuro. Todo quedó trastocado para siempre. Y fue una de esas encrucijadas en las que tienes que tomar un nuevo rumbo, completamente inesperado e inesperado. Y mi carrera como periodista terminó ahí.


ISABEL ALLENDE: Isabel Allende entiende cómo el miedo cambia a una sociedad, entrevista de Gilbert Cruz, The New York Times, 26 de abril de 2025, traducción de Google Translate + Mary Crónica, toda la entrevista AQUÍ


Borges se pone en manos de un doctor para curar su impotencia sexual aparente


El doctor Cohen-Miller me dijo lo siguiente:

Borges distaba mucho de ser impotente, pero en el plano físico era víctima de una exagerada sensibilidad, un temor al sexo y un sentimiento de culpa. La excesiva sensibilidad podía irse normalizando con el andar del tiempo, a medida que él se adaptara a los hechos reales; el miedo iba a desaparecer por el matrimonio, que también aliviaría considerablemente la sensación de culpa. Para llegar a una relación normal lo mejor para Borges era casarse, ya que el matrimonio era un elemento importante en el contexto de su culpa.

Más adelante me relató una penosa experiencia de Borges en su primera juventud: en Ginebra, cuando tenía dieciocho o diecinueve años, Borges era un adolescente sensible, con dificultades de visión y de elocución. Alarmado por la timidez de su hijo, Jorge Borges preguntó a Georgie un día si había tenido ya contacto con una mujer. La pregunta, como he dicho, era casi normal en esa época. Georgie contestó que nunca había estado con una mujer. Como muchos otros caballeros argentinos de su generación, el señor Borges pensó que la situación debía solucionarse cuanto antes. Su hijo estaba retardado en el calendario. Del mismo modo que la virginidad de las mujeres debía guardarse a cualquier precio –un precio que incluía el onanismo, las prácticas lésbicas, la sodomía–, los varones debían iniciarse lo más pronto posible. Georgie había sobrepasado en varios años la edad establecida.

El señor Borges dijo a su hijo que él iba a tomar el asunto en sus manos. Tal vez el fantasma de la homosexualidad cruzó por su mente, llenándola de pánico, impidiéndole comprender que lo que estaba planeando en ese momento estaba más cerca de la homo que de la heterosexualidad. Era un gesto para los hombres, una demostración ante ellos de que uno pertenecía al clan de los varones. No era un gesto para acercarse a las mujeres, sino un acatamiento del mundo masculino y sus exigencias. Seguramente se mostró severo. Tal vez reprochó a su hijo el largo tiempo que se había tomado en asumir su virilidad. Cohen-Miller creía que el padre se había mostrado apremiante. Estaba muy bien vivir en las nubes, interesarse en los libros y en los arcanos del universo, pero ante todo un hombre tiene que ser un hombre. Y, para los sudamericanos, no hay más que una manera de probar la hombría. Por otra parte, ¿cómo era posible que Georgie no hubiera reaccionado ya ante las presiones que exigen la desfloración de un adolescente en un lupanar? ¿Cómo era posible que Georgie no se sintiera incómodo por su desajuste ante la sociedad? Los tropismos tribales de la llanura a la cual se llega por un río “de sueñera y de barro” se imponían una vez más. Una cosa es lo que se lee en los libros; otra es la realidad. Hacia 1920 había escritores, libros, movimientos que se oponían a la profundas verdades viscerales de las pampas. Pero no había que tomarlos en cuenta. Eran un ornamento, algo que demostraba la cultura y el refinamiento de los argentinos, pero no eran la verdad. La verdad era la iniciación forzada, el movimiento mecánico del macho trepado al cuerpo de una hembra alquilada, el rencor implícito y el desprecio a esa mujer por ser mujer.

De tal modo que, con este enredo dentro de su confundida alma, el señor Borges anunció a su hijo, pocos días después, que había encontrado la solución para su caso. Le dio una dirección y le dijo que debía estar allí a una hora determinada. Una mujer le estaría esperando.

Georgie salió a pie, como ya era su costumbre, para considerar la situación y llegar al lugar del modo más natural, sin apremios ni presiones. Estaba abrumado por los reproches de su padre. Tal vez en Georgie, normalmente tan sometido, se produjo una oscura rebelión de la carne contra el acto que le imponían; tal vez la certeza del fracaso estuvo en él antes del fracaso. Tal vez ese fracaso haya sido su manera de oponerse a lo que rechazaba hondamente en su alma y sus entrañas. En todo caso, una idea le cruzó la mente: su padre le había ordenado acostarse con una mujer que él, Georgie, no conocía. Si esa mujer estaba dispuesta a acostarse con él era porque había tenido ya relaciones sexuales con su padre. Esta clase de favor íntimo –aunque se trate de una prostituta– no puede pedírsele a nadie con quien no se tengan contactos íntimos. Su razonamiento fue lógico y preciso; tal vez no haya sido cierto, pero fue lo que él creyó. Él no tenía ninguna duda al respecto.

Llegó a la casa, vio a la mujer y, como era natural, no pasó nada.

Aparte de la brutalidad del hecho escueto –suficiente para provocar impotencia en un adolescente de sentimientos delicados–, allí estaban las imágenes que surgían en su mente. La mujer que se le ofrecía era una mujer que él iba a compartir con su padre. La reacción de su cuerpo y su alma fue natural. Éste era su “destino sudamericano” de fracaso y de muerte, como habría de decirlo en su célebre Poema conjetural, donde tantas cosas acechan entre líneas. También fue, sin que él lo supiera, una protesta, un desafío. Demostraba así que él, Jorge Luis Borges, era diferente, que a él había que aplicarle otros cánones.

Pero esto quedó ahogado en algún repliegue de su mente, oculto en el centro del laberinto. Lo que salió de aquí, ruidosamente, fue la más humillante de las palabras: impotencia. Nadie pensó –pese a que las teorías y los métodos de Freud estaban ampliamente difundidos esos días– en los aspectos puramente psíquicos del problema. Sus padres pensaron, con la habitual grosería de esa generación materialista, que estaban ante un caso de deficiencia física. Tónicos, reconstituyentes, medicamentos le fueron dados para fortalecerlo; tenía un hígado débil... ¿No sería el hígado la causa? En consecuencia, se le hizo un tratamiento por deficiencia hepática. Era una falla del cuerpo, no un repliegue del alma.

Quedó doblemente humillado. No había podido cumplir la orden de su padre; era un incapaz, un impotente.

Ya he dicho que no era esto lo que pensaba el doctor Cohen-Miller. Con la manera cruda y directa de los médicos al tratar estos temas, me dijo: “Creo que si esto se arregla, y si usted colabora, se va a arreglar, tendrá usted hombre por muchos años.”


ESTELA CANTO, Borges a contraluz, Espasa, Madrid, 1989, págs. 114-117.

La fijación de Ernesto Sabato con Borges


A Sabato le parecía entonces y le pareció siempre, en todo caso, que el reconocimiento que recibía de la tribu literaria, española y mundial, era escaso, y que ese artículo de Conte, que obviamente no le podía albergar porque Sabato seguía, y sigue, vivo, es una muesca más de esa injusticia que a él le afectaba reiteradamente.

Al contrario de Jorge Luis Borges: él creía que a Jorge Luis Borges le abrazaban, le querían, pero que a él le despreciaban, le ninguneaban, él se consideraba, entonces también, un perseguido por la más sutil de las injusticias, la injusticia literaria. Si hubiera un nombre para una enfermedad visible de Sabato ésta sería envidia de Borges. Al revés no ocurrió, pero en el caso de Sabato esa envidia era visible, le irritaba Borges, le irritó siempre.

En algún momento de nuestras conversaciones, algún tiempo después, cuando regresó a Madrid y se quedó en el hotel en que ya se quedaba habitualmente, el hotel Zurbano, se me acercó al oído y me dijo, como si confiara un secreto:

—¿Usted sabe por qué Borges es tan mala persona?

Le respondí que desconocía ese extremo, y él siguió, con el mismo aire de confidencia:

—Ya lo sabrá, ya lo sabrá.


JUAN CRUZ RUIZ, Egos revueltos, Alfaguara, Madrid, 2010, pág. 343.


El retrato que hizo Truman Capote de Marlon Brando y que disgustó al actor


De todas las personas que posaron para mis retratos, la que peor reaccionó fue la que aparece en El duque en sus dominios, Marlon Brando. Aunque no señaló ninguna inexactitud, parece ser que lo consideró una intrusión muy poco amable, incluso traidora, en el ámbito secreto de una sensibilidad doliente e intelectualmente deslumbrante. ¿Mi opinión? Pues que se trata de una descripción bastante buena, y amable, de un joven angustiado que es un genio, aunque no especialmente inteligente.


TRUMAN CAPOTE, fragmento de Autorretrato (1972), incluido en Los perros ladran, Anagrama, Barcelona, 1999, traducción de Damián Alou.

Miguel Hernández ingresa en el Partido Comunista después de ser maltratado por la Guardia Civil


Al tanto de lo ocurrido, los amigos y admirados de Hernández en Madrid redactan un manifiesto colectivo que se publica el 16 de enero de 1936 en El socialista bajo el título "Protesta en favor del poeta Miguel Hérnández". Su lectura no tiene pérdida:
"El lunes, día 7 de este mes de enero, estando el poeta murciano (sic) Miguel Hernández pasando el día en las orillas del Jarama, fue detenido por la guardia civil, y preguntado, primero, qué hacía por aquellos lugares. Miguel Hernández contestó, sonriente, que era escritor y que estaba allí por gusto. El traje humilde, modesto, de nuestro amigo, llevó a la guardia civil a tratarle con violencia, conduciéndole al cuartelillo de San Fernando. Durante el trayecto, para ocultar la vergüenza que provocaba en él la detención, Miguel Hérnández, de rabia, fue dándoles con el pie a las piedras. Entonces, le amenazaron de muerte, diciéndole: "Si no por aquella mujer que viene andando detrás de nosotros, te dejamos seco."

Al entrar en el cuartelillo, y sin más explicación, el cabo le abofeteó. Siguieron los golpes, hasta con unas llaves que le quitaron después de un registro minucioso, en el que encontraron además, como terrible prueba, una cuartilla encabezada con este nombre: "Juan de Ocón." Los guardias civiles de aquel puesto no podían comprender que un hombre con aire campesino escribiese un título para una obra de teatro. "Este es un cómplice. Anda. Confiesa." Así, golpeado, insultado, vejado, permaneció varias horas en el cuartelillo, hasta que pudo telefonear a un amigo de Madrid, que respondió de su persona.

Enterados de este atropello, lo denunciamos al ministro de la Gobernación, y protestamos, no de que la guardia civil exija sus documentos a un ciudadano que le parezca sospechoso, sino la forma brutal de hacerlo, pues en vez de limitarse a comprobar su identidad, le golpease (sic) maltratándole y hasta amenazándole de muerte. Protestamos de la vejación que representa el abofetear a un hombre indefenso. Protestamos de esta clasificación entre señoritos y hombres del pueblo que la guardia civil hace constantemente. En este caso que denunciamos, Miguel Hernández es uno de nuestros poetas jóvenes de más valor. Pero, ¡cuántas arbitrariedades tan estúpidas y crueles como ésta se cometen a diario en toda España sin que nadie se entere! Protestamos, en fin, de esta falta de garantías que desde hace tiempo venimos sufriendo los ciudadanos españoles".
Encabezaba la protesta Federico García Lorca y seguían las firmas de José Bergamín, José María de Cossío, Ramón J. Sender, Antonio Espina, Arturo Serrano Plaja, César M. Arconada, Pablo Neruda, Maria Teresa León, Rosa Chacel, Miguel Pérez Ferrero (que en estos momentos trabaja en su biografía de Antonio y Manuel Machado), José Díaz Fernández, Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Concha Méndez, Luis Cernuda, Luis Lacasa y Luis Salinas.

El documento no sólo nos da una idea de la impunidad con la cual, durante el bienio negro, actuaba la Guardia Civil, "ojo vigilante de los amos", sino que la calidad y cantidad de las firmas son elocuente testimonio de la alta estimación en que ya tenía a Miguel Hernández la flor y nata de la joven actualidad española del momento.

A raíz de aquel encuentro con la Benemérita, Hernández tomó dos decisiones: romper definitivamente con Maruja Mallo y, través de Alberti y Maria Teresa de León, afiliarse enseguida al Partido Comunista. En su libro Memoria de la melancolía, León evoca la llegada del poeta aquel día, "descompuesto y verde de ira", "su cara encendida de rabia", al estudio que ella compartía con Alberti en la calle del Marqués de Urquijo. Miguel, que antes había dudado, ahora no quiere esperar un minuto más. "Venía a decirnos: "Estoy con vosotros. Lo he comprendido todo."

Parece más probable, sin embargo, pese a la insistencia de la escritora, que en la "conversión" de Hernández al marxismo influyeran, más que ella y Alberti, Delia del Carril, la amante de Pablo Neruda, y el escritor argentino Raúl González Tuñón, "conversión" de todas maneras, según Eutimio Martín, a la que estaba abocado Miguel "por temperamento y necesidad vital".


IAN GIBSON, Cuatro poetas en guerra, Planeta, Barcelona, 2007, págs. 232-234.

Las mentiras de Truman Capote


En aquel tiempo estaba haciendo un seguimiento de las mentiras de Capote. Dado que yo era el único que las encontraba ofensivas, ¿por qué habría de importarme? No lo sé, aparte de por un rechazo personal hacia los embusteros, no digamos hacia el mismo Truman. Jack Knowles, quien más tarde sería vecino de Truman en Long Island, me dice que Truman le había contado que se había enamorado de mí, pero que yo le había rechazado. "Con mucho, una de sus mejores invenciones hechas en el calor del momento", le dije a Jack.

Pillé a Truman en una docena de mentiras de las que los demás preferían creer. No me imagino qué trabajo de Hércules me había cargado sobre mis espaldas, sin ningún fin útil, porque la mentira instantánea era la forma artística de Truman, pequeña pero paradójicamente auténtica. El proceso estaba a la vista. Se mencionaba un nombre famoso. En su cara pálida y redonda de feto surgía un repentino tic, como un calambrazo: "¿Eleanor Roosevelt? Sí, la conozco íntimamente. Estaba con ella cuando murió Franklin; le odiaba, sabéis, y ella estaba enamorada de Marlene. De hecho, ella, Marlene y yo estábamos juntos en la suite de Marlene en el hotel Pierre, cuando de pronto Eleanor salió corriendo del dormitorio… era tan grande… completamente desnuda, para decirnos que el presidente había muerto, de modo que Marlene…” Observar el rostro de Capote según iba amontonando detalles era contemplar el proceso creativo en crudo, con toda su furia primaria.

Durante el verano de 1948 Truman y yo conocimos a Camus en una fiesta del editor Gallimard. Camus estaba liado con un montón de actrices en aquel tiempo. Pero antes de que se acabase el verano, Truman ya le estaba contando a todo el mundo que Camus estaba tan loco por él que hasta iba a su hotel a importunarle en mitad de la noche, deseando tener entre sus amorosos brazos otra vez aquel diminuto cuerpo. Cuando le dije al biógrafo de Truman que era imposible que alguien tan entregado al sexo opuesto como Camus pudiese haberse interesado por Capote, el poco escrupuloso biógrafo sólo modificó su biopornografía escribiendo que solo ocurrió una vez. Truman también me había mostrado un anillo de oro con una amatista engarzada. “Me la dio André Gide. No para de llamarme.” Ante mis ojos, Truman se transformó en una llama preciosa y el anciano Gide en polilla suicida. Ahora tenía la oportunidad de preguntarle a Gide:

–¿Qué piensa de Truman Capote?
–¿Quién?

Repetí su nombre. Lehmann estaba misteriosamente molesto, como si yo estuviese haciendo trampa de algún modo. ¿Pensaba que la mentira de Capote no debería ser cuestionada? Gide comprendió por fin de quién le estaba hablando.

–No, no he llegado a conocerle, pero algunas personas me han enviado esto– Sacó de su mesa la foto de Truman que apareció en la revista Life. Sonrió de lado. –¿Se encuentra en París?


GORE VIDAL, Una memoria, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1996, traducción de Richard Guggenheimer, págs. 222-224