Solo había estado alejada de Ed durante dos semanas, pero mi anhelo por
él era más intenso que cuando volví de Europa. Apenas podía esperar a que
el tren se detuviera en la Estación Grand Central, donde me esperaba. En
casa todo parecía nuevo, más bello y más seductor. Las palabras cariñosas
de Ed sonaban como música en mis oídos. Amparada, protegida de las discordias y de los conflictos de fuera, me aferraba a él y me complacía en la
cálida atmósfera de nuestro hogar. Mi ansia por salir de gira palideció bajo la
fascinación que sentía por mi amante. Siguió un mes de placer y abandono,
pero mi sueño iba a sufrir pronto un doloroso despertar.
La causa fue Nietzsche. Desde mi regreso de Viena había deseado que Ed
leyera mis libros. Le había pedido que lo hiciera y me había prometido que
los leería cuando tuviera más tiempo. Me entristeció mucho encontrar a Ed
tan indiferente a las nuevas fuerzas literarias del mundo. Una noche estábamos reunidos en el bar de Justus para una fiesta de despedida; James Huneker
estaba presente, y un joven amigo nuestro, P. Yelineck, un pintor de talento.
Empezaron a discutir sobre Nietzsche. Yo tomé parte en la discusión, expresando mi entusiasmo por el gran filósofo-poeta y extendiéndome sobre la
impresión que su obra me había causado. Huneker estaba sorprendido. «No
sabía que te interesara algo que no fuera la propaganda», señaló. «Eso es
porque no sabes nada sobre anarquismo —contesté—, si no, te darías cuenta
de que abarca cada aspecto de la vida y de la lucha y que socava los viejos y
gastados valores». Yelineck afirmó que era anarquista porque era un artista;
sostenía que todos los creadores debían ser anarquistas porque necesitaban
campo de acción y libertad para expresarse. Huneker insistía en que el arte no tenía nada que ver con ningún ismo. «El mismo Nietzsche es la prueba de
ello —argumentaba—, es un aristócrata, su ideal es el superhombre porque
no siente fe ni simpatías hacia la gente común». Señalé que Nietzsche no era
un teórico social, sino un poeta, un rebelde, un innovador. Su aristocracia
no era ni de nacimiento ni de patrimonio; era de espíritu. Dije que en ese
sentido Nietzsche era un anarquista y que todos los verdaderos anarquistas
eran aristócratas.
Entonces habló Ed. Su voz sonaba fría y forzada, y yo sentía la tempestad
oculta tras ella.
—Nietzsche es un imbécil —dijo—, un hombre con una mente enferma. Desde su nacimiento estaba destinado a la idiotez que finalmente le dominó. Caerá en el olvido en menos de una década, lo mismo que otros seudomodernos.
Son unos contorsionistas comparados con la verdadera grandeza del pasado.
—¡Pero no has leído a Nietzsche! —objeté acaloradamente—. ¿Cómo puedes hablar sobre él?
—¡Oh, sí!, le he leído —replicó—, leí hace tiempo esos estúpidos libros que
trajiste del extranjero.
Me quedé estupefacta. Huneker y Yelineck empezaron a discutir con Ed,
pero yo estaba demasiado herida para continuar la discusión.
Sabía cuánto deseaba compartir con él mis libros, cómo había esperado
que reconociera su valor e importancia. ¿Cómo podía haberme mantenido
en esa incertidumbre, cómo podía haber permanecido en silencio después
de haberlos leído? Por supuesto, tenía derecho a tener su opinión, en eso
creía de forma implícita. No era el que no estuviera de acuerdo conmigo lo
que me había herido en lo más íntimo; era su desprecio, su burla de lo que
tanto significaba para mí. Huneker, Yelineck, extraños hasta cierto punto,
habían apreciado mi valoración del nuevo espíritu, mientras que mi propio
amante me hacía parecer tonta, infantil, incapaz de emitir un juicio. Quería
salir corriendo, estar sola; pero me contuve. No podía soportar tener una
pelea con Ed en público.
Por la noche, ya tarde, cuando volvimos a casa, me dijo: «No estropeemos
estos preciosos tres meses; Nietzsche no merece la pena». Me sentía profundamente ofendida. «No es Nietzsche, eres tú, tú —grité excitadamente—. Bajo
el pretexto de un gran amor has hecho todo lo posible por encadenarme a
ti, para robarme todo lo más valioso de mi vida. ¡No estás satisfecho con poseer mi cuerpo, quieres también poseer mi espíritu! Primero el movimiento y mis amigos, ahora los libros que me gustan. Quieres alejarme de ellos. Estás
arraigado en lo viejo. Muy bien, ¡quédate allí! Pero no harás que yo me aferre
a ello. No vas a cortarme las alas, no evitarás que vuele. Me liberaré aunque
eso signifique arrancarte de mi corazón».
Se quedó apoyado contra la puerta de su habitación, con los ojos cerrados,
sin dar señales de estar oyendo lo que le decía. Pero ya no me importaba.
Entré en mi habitación; tenía el corazón frío y vacío.
Los últimos días fueron extremadamente tranquilos, incluso amistosos, Ed
me ayudaba a hacer los preparativos para mi viaje. En la estación me abrazó.
Sabía que quería decir algo, pero guardó silencio. Yo tampoco podía hablar.
Cuando el tren avanzó, mientras la figura de Ed se empequeñecía, me di
cuenta de que nuestra vida nunca volvería a ser la misma. Mi amor había recibido un golpe demasiado duro. Ahora era como una campana resquebrajada;
nunca más volvería a emitir su claro y alegre son.
EMMA GOLDMAN, Viviendo mi vida, Fundación de estudios libertarios, 2015, traducción de Antonia Ruiz Cabezas.