La fijación de Ernesto Sabato con Borges


A Sabato le parecía entonces y le pareció siempre, en todo caso, que el reconocimiento que recibía de la tribu literaria, española y mundial, era escaso, y que ese artículo de Conte, que obviamente no le podía albergar porque Sabato seguía, y sigue, vivo, es una muesca más de esa injusticia que a él le afectaba reiteradamente.

Al contrario de Jorge Luis Borges: él creía que a Jorge Luis Borges le abrazaban, le querían, pero que a él le despreciaban, le ninguneaban, él se consideraba, entonces también, un perseguido por la más sutil de las injusticias, la injusticia literaria. Si hubiera un nombre para una enfermedad visible de Sabato ésta sería envidia de Borges. Al revés no ocurrió, pero en el caso de Sabato esa envidia era visible, le irritaba Borges, le irritó siempre.

En algún momento de nuestras conversaciones, algún tiempo después, cuando regresó a Madrid y se quedó en el hotel en que ya se quedaba habitualmente, el hotel Zurbano, se me acercó al oído y me dijo, como si confiara un secreto:

—¿Usted sabe por qué Borges es tan mala persona?

Le respondí que desconocía ese extremo, y él siguió, con el mismo aire de confidencia:

—Ya lo sabrá, ya lo sabrá.


JUAN CRUZ RUIZ, Egos revueltos, Alfaguara, Madrid, 2010, pág. 343.


Miguel Hernández ingresa en el Partido Comunista después de ser maltratado por la Guardia Civil


Al tanto de lo ocurrido, los amigos y admirados de Hernández en Madrid redactan un manifiesto colectivo que se publica el 16 de enero de 1936 en El socialista bajo el título "Protesta en favor del poeta Miguel Hérnández". Su lectura no tiene pérdida:
"El lunes, día 7 de este mes de enero, estando el poeta murciano (sic) Miguel Hernández pasando el día en las orillas del Jarama, fue detenido por la guardia civil, y preguntado, primero, qué hacía por aquellos lugares. Miguel Hernández contestó, sonriente, que era escritor y que estaba allí por gusto. El traje humilde, modesto, de nuestro amigo, llevó a la guardia civil a tratarle con violencia, conduciéndole al cuartelillo de San Fernando. Durante el trayecto, para ocultar la vergüenza que provocaba en él la detención, Miguel Hérnández, de rabia, fue dándoles con el pie a las piedras. Entonces, le amenazaron de muerte, diciéndole: "Si no por aquella mujer que viene andando detrás de nosotros, te dejamos seco."

Al entrar en el cuartelillo, y sin más explicación, el cabo le abofeteó. Siguieron los golpes, hasta con unas llaves que le quitaron después de un registro minucioso, en el que encontraron además, como terrible prueba, una cuartilla encabezada con este nombre: "Juan de Ocón." Los guardias civiles de aquel puesto no podían comprender que un hombre con aire campesino escribiese un título para una obra de teatro. "Este es un cómplice. Anda. Confiesa." Así, golpeado, insultado, vejado, permaneció varias horas en el cuartelillo, hasta que pudo telefonear a un amigo de Madrid, que respondió de su persona.

Enterados de este atropello, lo denunciamos al ministro de la Gobernación, y protestamos, no de que la guardia civil exija sus documentos a un ciudadano que le parezca sospechoso, sino la forma brutal de hacerlo, pues en vez de limitarse a comprobar su identidad, le golpease (sic) maltratándole y hasta amenazándole de muerte. Protestamos de la vejación que representa el abofetear a un hombre indefenso. Protestamos de esta clasificación entre señoritos y hombres del pueblo que la guardia civil hace constantemente. En este caso que denunciamos, Miguel Hernández es uno de nuestros poetas jóvenes de más valor. Pero, ¡cuántas arbitrariedades tan estúpidas y crueles como ésta se cometen a diario en toda España sin que nadie se entere! Protestamos, en fin, de esta falta de garantías que desde hace tiempo venimos sufriendo los ciudadanos españoles".
Encabezaba la protesta Federico García Lorca y seguían las firmas de José Bergamín, José María de Cossío, Ramón J. Sender, Antonio Espina, Arturo Serrano Plaja, César M. Arconada, Pablo Neruda, Maria Teresa León, Rosa Chacel, Miguel Pérez Ferrero (que en estos momentos trabaja en su biografía de Antonio y Manuel Machado), José Díaz Fernández, Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Concha Méndez, Luis Cernuda, Luis Lacasa y Luis Salinas.

El documento no sólo nos da una idea de la impunidad con la cual, durante el bienio negro, actuaba la Guardia Civil, "ojo vigilante de los amos", sino que la calidad y cantidad de las firmas son elocuente testimonio de la alta estimación en que ya tenía a Miguel Hernández la flor y nata de la joven actualidad española del momento.

A raíz de aquel encuentro con la Benemérita, Hernández tomó dos decisiones: romper definitivamente con Maruja Mallo y, través de Alberti y Maria Teresa de León, afiliarse enseguida al Partido Comunista. En su libro Memoria de la melancolía, León evoca la llegada del poeta aquel día, "descompuesto y verde de ira", "su cara encendida de rabia", al estudio que ella compartía con Alberti en la calle del Marqués de Urquijo. Miguel, que antes había dudado, ahora no quiere esperar un minuto más. "Venía a decirnos: "Estoy con vosotros. Lo he comprendido todo."

Parece más probable, sin embargo, pese a la insistencia de la escritora, que en la "conversión" de Hernández al marxismo influyeran, más que ella y Alberti, Delia del Carril, la amante de Pablo Neruda, y el escritor argentino Raúl González Tuñón, "conversión" de todas maneras, según Eutimio Martín, a la que estaba abocado Miguel "por temperamento y necesidad vital".


IAN GIBSON, Cuatro poetas en guerra, Planeta, Barcelona, 2007, págs. 232-234.

Las mentiras de Truman Capote


En aquel tiempo estaba haciendo un seguimiento de las mentiras de Capote. Dado que yo era el único que las encontraba ofensivas, ¿por qué habría de importarme? No lo sé, aparte de por un rechazo personal hacia los embusteros, no digamos hacia el mismo Truman. Jack Knowles, quien más tarde sería vecino de Truman en Long Island, me dice que Truman le había contado que se había enamorado de mí, pero que yo le había rechazado. "Con mucho, una de sus mejores invenciones hechas en el calor del momento", le dije a Jack.

Pillé a Truman en una docena de mentiras de las que los demás preferían creer. No me imagino qué trabajo de Hércules me había cargado sobre mis espaldas, sin ningún fin útil, porque la mentira instantánea era la forma artística de Truman, pequeña pero paradójicamente auténtica. El proceso estaba a la vista. Se mencionaba un nombre famoso. En su cara pálida y redonda de feto surgía un repentino tic, como un calambrazo: "¿Eleanor Roosevelt? Sí, la conozco íntimamente. Estaba con ella cuando murió Franklin; le odiaba, sabéis, y ella estaba enamorada de Marlene. De hecho, ella, Marlene y yo estábamos juntos en la suite de Marlene en el hotel Pierre, cuando de pronto Eleanor salió corriendo del dormitorio… era tan grande… completamente desnuda, para decirnos que el presidente había muerto, de modo que Marlene…” Observar el rostro de Capote según iba amontonando detalles era contemplar el proceso creativo en crudo, con toda su furia primaria.

Durante el verano de 1948 Truman y yo conocimos a Camus en una fiesta del editor Gallimard. Camus estaba liado con un montón de actrices en aquel tiempo. Pero antes de que se acabase el verano, Truman ya le estaba contando a todo el mundo que Camus estaba tan loco por él que hasta iba a su hotel a importunarle en mitad de la noche, deseando tener entre sus amorosos brazos otra vez aquel diminuto cuerpo. Cuando le dije al biógrafo de Truman que era imposible que alguien tan entregado al sexo opuesto como Camus pudiese haberse interesado por Capote, el poco escrupuloso biógrafo sólo modificó su biopornografía escribiendo que solo ocurrió una vez. Truman también me había mostrado un anillo de oro con una amatista engarzada. “Me la dio André Gide. No para de llamarme.” Ante mis ojos, Truman se transformó en una llama preciosa y el anciano Gide en polilla suicida. Ahora tenía la oportunidad de preguntarle a Gide:

–¿Qué piensa de Truman Capote?
–¿Quién?

Repetí su nombre. Lehmann estaba misteriosamente molesto, como si yo estuviese haciendo trampa de algún modo. ¿Pensaba que la mentira de Capote no debería ser cuestionada? Gide comprendió por fin de quién le estaba hablando.

–No, no he llegado a conocerle, pero algunas personas me han enviado esto– Sacó de su mesa la foto de Truman que apareció en la revista Life. Sonrió de lado. –¿Se encuentra en París?


GORE VIDAL, Una memoria, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1996, traducción de Richard Guggenheimer, págs. 222-224

Los editores dejan de pagar a tanto por línea a causa de las trampas de algunos escritores


Los autores aprendieron los trucos del oficio, es decir, a “despejar” el texto usando un gran número de párrafos y capítulos cortos y a rellenar de este modo muchas páginas, prolongando, además, las conversaciones. En la década de 1840, Alexandre Dumas se comprometió a escribir para el Siècle cien mil líneas al año a un franco y medio cada una –lo que significa que podía haber ganado más de ciento cincuenta mil francos anuales, una fortuna–. Algunas de sus líneas eran notablemente breves, hasta el punto de que los diálogos de Dumas se hicieron susceptibles de parodia, cosa que no dejaron de hacer sus contemporáneos:

–¿Le has visto?
–¿A quién?
–A él.
–¿Quién es él?
–Dumas.
–¿Dumas padre?
–Sí.
–¡Qué hombre!
–¡Ya lo creo!
–¡Y qué ardor!
–¡Desde luego!
–Y qué prolífico...

La astucia no podía durar mucho, y así fue. Los editores comenzaron a pagarle por palabras.


DONALD SASSOON, Cultura. El patrimonio común de los europeos, Crítica, Barcelona, 2006, traducción de Beatriz Eguibar, Ferran Esteve, Tomás Fernández Aúz y Antonio-Prometeo Moya, págs. 468 y 469.

Las invenciones de Baudelaire


Baudelaire también contaba entre sus amigos que tenía amores con una terrible jorobada y que no había emoción como aquella, hablando también de enanas a las que había amado y que no tenían ni 72 centímetros, así como también poseyó alguna giganta, perdiendo a las enanas por la gastritis y a la giganta por la tuberculosis. “¡No se puede tener todo en este mundo!”, era la frase con que acababa su relato, poniéndose muy triste.

En una ocasión, Baudelaire entró en casa de Du Camp con el cabello teñido de verde. “¿No encuentra usted nada raro en mí”, le preguntó el poeta. “No”, le contestó Du Camp, no queriendo asombrarse. “¿No? Pues fíjese que tengo los cabellos verdes, y eso no es muy corriente”, replicó Baudelaire. Du Camp le dijo con indiferencia: “¡Bah! Todo el mundo tiene los cabellos más o menos verdes… Si los suyos fuesen azul celeste, me sorprendería… ¡Pero cabellos verdes se ven muchos en París, bajo toda clase de sombreros!”. Baudelaire, furioso, se despidió de Du Camp, y a un amigo que se encontró en la escalera le dijo que no subiese, que “Du Camp estaba de un humor de perros”.

Muchas historias macabras inventó en su vida. León Cladel cuenta su afición a estas historias y cómo durante horas y horas se burlaba de sus auditores hablando de la cuadratura del círculo, la perversidad de los cometas, la atracción de las almas, el movimiento continuo, la transmutación de los metales, la bondad del demonio. Hacía preguntas fantásticas a sus oyentes: “¿Ha pensado usted en la influencia fatal de la cocina sobre el genio del hombre?” “¿Sabe usted bastante sobre la conformación física de los santos?” Hablaba de artes culinarias y farmacéuticas, del pollo y el hachisch, del gato con azafrán o de la pata de carnero con opio. Pero cuando decía: “¡Vamos a divertirnos un rato!”, era cuando lo siniestro iba a hacer llorar.


RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, El desgarrado Baudelaire, Efigies, Aguilar, Madrid, 1988, págs. 56 y 57.

El chiste favorito de Carmen Martín Gaite


CARMEN MARTÍN GAITE: Me preguntas que cómo llevo la soledad. Pues… como decía aquel: “Hice lo que pude, llegué el cuarto”.

JUAN CANTAVELLA: No conozco ese chiste.
CARMEN MARTÍN GAITE: ¿Ah, no? Es aquel individuo que se iba a atar un zapato en un derby y se le subió encima un hombre, creyendo que estaba montando un caballo. Cuando lo contaba, alguien le preguntó: “¿Y tú qué hiciste?”. La respuesta fue: “Hice lo que pude, llegué el cuarto”. Es maravilloso; es uno de los chistes más impresionantes y más divertidos que he oído en mi vida. Y más aleccionadores. Siempre que me preguntan algo en ese sentido digo lo mismo: que hago lo que puedo, que llego el cuarto, el segundo o no llego, pero no me paro, sino que echo a correr.


JUAN CANTAVELLA, Semblanzas entrevistas, PPC Editorial, Madrid, 1995, pág. 41.

Elena Garro llama a la madre de Octavio Paz y le notifica falsamente que a su hijo lo ha atropellado un coche


Sabido es que la primera mujer de Paz, la escritora Elena Garro, fallecida el mismo año que Paz, lo persiguió junto con su hija durante más de treinta años. En una ocasión, y ésta es una de las cien malicias de Garro, llamó a la madre de Paz (Josefina Lozano), que ya era una anciana, para decirle que a su hijo lo había atropellado un coche y que se encontraba gravísimo en un hospital. La mujer estaba a punto de desmayarse cuando entró su hijo en casa, y se quedó doblemente pasmada, ante la presencia incólume del moribundo y ante la voz de la Garro que, ignorante de la presencia de Paz, seguía, piadosa, con los detalles del accidente del hijo de doña Josefa. Recuerdo ahora otra anécdota que me contaron los Xirau, del mismo fondo: la Garro discutió con Ana María Xirau y no tardó en enviar un coche funerario para recoger el cuerpo de Ana María, además de no sé cuántos kilos de carne para el velorio. Sin duda para Paz lo terrible debe haber sido no solo la persecución paranoica de Garro sino de su propia hija. Es curiosa, aunque comprensible, la desaparición de ambas de la biografía de Paz: no habla de ellas cuando se refiere a su vida en Estados Unidos en los años cuarenta y tres al cuarenta y cinco, donde parece más bien que anda solitario, y no fue así porque tuvo que hacerse cargo hasta de una tía de la Garro que estaba enferma en Estados Unidos; y lo mismo en cuanto a su estancia en Japón.


JUAN MALPARTIDA, Al vuelo de la página: Diario 1990-2000, Fórcola, Madrid, 2011, pág. 423.

Baroja arremete contra los hispanoamericanos y les acusa de ser "monos que imitan"


Paralelamente sucede que, a veces, en un pueblo nuevo se reúne toda la torpeza provinciana, con la estupidez mundial, la sequedad y la incomprensión del terruño, con los detritus de la moda y de las majaderías de las cinco partes del mundo. Entonces brota un tipo petulante, huero, sin una virtud, sin una condición fuerte. Este es el tipo del americano. América es por excelencia el continente estúpido.

El americano no ha pasado de ser un mono que imita.

Yo no tengo motivo particular de odio conta los americanos; la hostilidad que siento contra ellos es por no haber conocido a uno que tuviera un aire de persona, un aire de hombre.

Muchas veces, en el interior de España, en un pueblacho cualquiera, se encuentra un señor que habla de tal modo que le da a uno la impresión de que es un hombre fundido con la esencia más humana y más noble. En un momento de éstos se reconcilia uno con su país, con sus charlatanes y con sus chanchulleros.

Esta impresión de hombre sereno, tranquilo, es la que no dan los americanos nunca; uno se nos aparece como un impulsivo atacado de furia sanguinaria; el otro, con una vanidad de bailarina; el tercero, con una soberbia ridícula.

La misma falta de simpatía que siento por los hispanoamericanos, experimento por sus obras literarias. Todo lo que he leído de los americanos, a pesar de las adulaciones interesadas de Unamuno, lo he encontrado mísero y sin consistencia.

Comenzando por ese libro de Sarmiento, Facundo, que a mí me ha parecido pesado, vulgar y sin interés, hasta los últimos libros de Ingenieros, de Manuel Ugarte, de Ricardo Rojas, de Contreras. ¡Qué oleada de vulgaridad, de esnobismo, de chabacanería, nos ha venido de América!

Muchos afirman que nosotros, los españoles, por política debemos elogiar a los americanos. Es una de tantas recomendaciones que salen de esos antros de hombres de sombrero de copa y con un discurso dentro que llaman sociedades iberoamericanas.

No creo que esa política tenga eficacia alguna.

Todavía las gentes de los pueblos viejos y civilizados son sensibles al halago y al cumplimiento; pero, ¿qué se le va a decir a un argentino, que, porque allí hay mucho trigo y muchos vacunos, cree que la Argentina es un país más importante que Inglaterra o Alemania?

Unamuno, que paralelamente desprecia en sus escritos a Kant, a Schopenhauer y a Nietzsche, y elogia al gran Aníbal Pérez y al gran poeta Diocleciano Sánchez, de las Pampas, no les parecerá bastante. El mismo Rueda se les figurará poco efusivo a estos rastacueros.


PÍO BAROJA, Juventud, egolatría, Taifa literaria, Barcelona, 1987, págs. 147-149.


La maravillosa historia nunca comprobada de las cartas que escribió Kafka a una niña llorosa que había perdido su muñeca


Todavía hoy el parque de Steglitz, en Berlín, es puro verde entre las sendas marcadas, entre bancos pintados de rojo. Allí, en 1923, ocurrió una historia que cuenta Dora Diamant, la última mujer de Franz Kafka. Una historia de la que sólo ella supo.

Y la historia es así: una día, mientras paseaba por el parque, la pareja se encontró con una niña que lloraba desesperada. Había perdido su muñeca. Kafka, entonces, le dice que la muñeca no se perdió sino que se fue de viaje. ¿Y él como lo sabe? Porque la muñeca le envió una carta, que él no lleva consigo en ese momento, pero le promete a la niña que al otro día se la entregará. Kafka sostuvo esta ilusión durante dos semanas, entregando en su rol de “cartero de muñecas”, una carta distinta cada día, “enviada” desde Londres, París, desde los lugares más alejados de Berlín. Kafka las leía en voz alta. Hasta que llegó el final, inevitable. Pero la niña –y su tristeza por la pérdida– ya eran otras. Entonces Kafka decidió que la muñeca se casaría. “Tu misma comprenderás que en el futuro tendremos que renunciar a volver a vernos”, le escribe la muñeca –Kafka– a la niña.

Ahora llegó al país, editado por Siruela, Kafka y la muñeca viajera, un libro escrito por el catalán Jordi Sierra i Fabra, con ilustraciones de Pep Montserrat, que ficcionaliza el encuentro entre Kafka y la niña, a quien el escritor llama Elsie.

Si la historia es verdadera o es ficción es un detalle menor. Porque a la belleza de ese encuentro, del que la niña aprende que es posible reparar una pérdida, poner palabra donde sólo había ausencia, se agrega el misterio: ¿Donde estuvo, o está, la chica, ya una mujer de más de 90 años? Y, especialmente: ¿Dónde están las cartas? Dora Diamant cuenta que para el escritor “era un trabajo, tan esencial como los otros, porque había que preservar a la niña de la decepción costase lo que costase. La mentira debía, por tanto, convertirse en verdad a través de la verdad de la ficción”.

La historia de la muñeca viajera repicó en varios escritores. El argentino César Aira fue uno de ellos. En 2004, escribió una crónica para el diario El País, de España, en la que contaba que había visto, en un aeropuerto, a una niña que lloraba porque en los controles le habían sacado su muñeca para revisarla. Aira dice: “ Cuando pasaron a mi lado oí a la madre diciéndole: ‘Te juro que no le hicieron nada, te lo juro...’”.

Aira recordó, cuando la niña y la muñeca ya habían pasado el examen, la historia de otra muñeca y otra niña, las de Kafka. Dice Aira: “ El contrato de una niña con su muñeca es un contrato semiótico, una creación de sentido, sostenida en la tensión verosímil y la fantasía. De ahí que la anécdota no sea casual: Kafka fue el más grande descubridor de signos de la vida moderna”.

Aira no fue el único en tomar la historia. Paul Auster la usó en su novela Brooklyn Follies y, en una entrevista, dijo que amaba este relato. “Es una historia maravillosa, que muestra gran compasión”.

Muchos buscaron datos, información. El editor Klaus Wagenbach fue a buscarla al parque Steglitz durante años. Preguntó en las casas del barrio y a los vecinos, publicó avisos en los diarios. Nunca apareció nadie. Nada.

Josef Cermak, miembro de la Comisión Directiva del Centro Franz Kafka de Praga dice en una carta, en la que debate con el escritor Tomás Eloy Martínez, que la primera vez que la amante del escritor contó la historia fue en “Notes inedites de Dora Diamant sur Kafka”, publicada en 1952 en la revista francesa Evidences. En una charla en la Universidad de Rutgers, Estados Unidos, Martínez dijo sobre lo que nunca se encontró: “El único indicio fue una referencia breve, no más de una línea, en una biografía que Ronald Hayman publicó en 1981”.

Para la niña del parque, la masividad llegó con el libro Dora Diamant. El último amor de Kafka, de la escritora norteamericana Käthi Diamant (el apellido es coincidencia). Pero siguen sin aparecer las cartas, la niña para quien fueron escritas, el juguete perdido. Queda hacer una operación similar a la de la niña: en la sustitución está el misterio de tanta belleza.


REDACCIÓN CLARÍN, Cuentos kafkianos para consolar a una nena que perdió su muñeca, Clarín, 2 de enero de 2012 (AQUÍ)
 

Emma Goldman pone fin a su romance con Ed Brady tras discutir con él sobre Nietzsche


Solo había estado alejada de Ed durante dos semanas, pero mi anhelo por él era más intenso que cuando volví de Europa. Apenas podía esperar a que el tren se detuviera en la Estación Grand Central, donde me esperaba. En casa todo parecía nuevo, más bello y más seductor. Las palabras cariñosas de Ed sonaban como música en mis oídos. Amparada, protegida de las discordias y de los conflictos de fuera, me aferraba a él y me complacía en la cálida atmósfera de nuestro hogar. Mi ansia por salir de gira palideció bajo la fascinación que sentía por mi amante. Siguió un mes de placer y abandono, pero mi sueño iba a sufrir pronto un doloroso despertar.

La causa fue Nietzsche. Desde mi regreso de Viena había deseado que Ed leyera mis libros. Le había pedido que lo hiciera y me había prometido que los leería cuando tuviera más tiempo. Me entristeció mucho encontrar a Ed tan indiferente a las nuevas fuerzas literarias del mundo. Una noche estábamos reunidos en el bar de Justus para una fiesta de despedida; James Huneker estaba presente, y un joven amigo nuestro, P. Yelineck, un pintor de talento. Empezaron a discutir sobre Nietzsche. Yo tomé parte en la discusión, expresando mi entusiasmo por el gran filósofo-poeta y extendiéndome sobre la impresión que su obra me había causado. Huneker estaba sorprendido. «No sabía que te interesara algo que no fuera la propaganda», señaló. «Eso es porque no sabes nada sobre anarquismo —contesté—, si no, te darías cuenta de que abarca cada aspecto de la vida y de la lucha y que socava los viejos y gastados valores». Yelineck afirmó que era anarquista porque era un artista; sostenía que todos los creadores debían ser anarquistas porque necesitaban campo de acción y libertad para expresarse. Huneker insistía en que el arte no tenía nada que ver con ningún ismo. «El mismo Nietzsche es la prueba de ello —argumentaba—, es un aristócrata, su ideal es el superhombre porque no siente fe ni simpatías hacia la gente común». Señalé que Nietzsche no era un teórico social, sino un poeta, un rebelde, un innovador. Su aristocracia no era ni de nacimiento ni de patrimonio; era de espíritu. Dije que en ese sentido Nietzsche era un anarquista y que todos los verdaderos anarquistas eran aristócratas. 

Entonces habló Ed. Su voz sonaba fría y forzada, y yo sentía la tempestad oculta tras ella.

—Nietzsche es un imbécil —dijo—, un hombre con una mente enferma. Desde su nacimiento estaba destinado a la idiotez que finalmente le dominó. Caerá en el olvido en menos de una década, lo mismo que otros seudomodernos. Son unos contorsionistas comparados con la verdadera grandeza del pasado.

—¡Pero no has leído a Nietzsche! —objeté acaloradamente—. ¿Cómo puedes hablar sobre él?

—¡Oh, sí!, le he leído —replicó—, leí hace tiempo esos estúpidos libros que trajiste del extranjero.

Me quedé estupefacta. Huneker y Yelineck empezaron a discutir con Ed, pero yo estaba demasiado herida para continuar la discusión.

Sabía cuánto deseaba compartir con él mis libros, cómo había esperado que reconociera su valor e importancia. ¿Cómo podía haberme mantenido en esa incertidumbre, cómo podía haber permanecido en silencio después de haberlos leído? Por supuesto, tenía derecho a tener su opinión, en eso creía de forma implícita. No era el que no estuviera de acuerdo conmigo lo que me había herido en lo más íntimo; era su desprecio, su burla de lo que tanto significaba para mí. Huneker, Yelineck, extraños hasta cierto punto, habían apreciado mi valoración del nuevo espíritu, mientras que mi propio amante me hacía parecer tonta, infantil, incapaz de emitir un juicio. Quería salir corriendo, estar sola; pero me contuve. No podía soportar tener una pelea con Ed en público.

Por la noche, ya tarde, cuando volvimos a casa, me dijo: «No estropeemos estos preciosos tres meses; Nietzsche no merece la pena». Me sentía profundamente ofendida. «No es Nietzsche, eres tú, tú —grité excitadamente—. Bajo el pretexto de un gran amor has hecho todo lo posible por encadenarme a ti, para robarme todo lo más valioso de mi vida. ¡No estás satisfecho con poseer mi cuerpo, quieres también poseer mi espíritu! Primero el movimiento y mis amigos, ahora los libros que me gustan. Quieres alejarme de ellos. Estás arraigado en lo viejo. Muy bien, ¡quédate allí! Pero no harás que yo me aferre a ello. No vas a cortarme las alas, no evitarás que vuele. Me liberaré aunque eso signifique arrancarte de mi corazón».

Se quedó apoyado contra la puerta de su habitación, con los ojos cerrados, sin dar señales de estar oyendo lo que le decía. Pero ya no me importaba. Entré en mi habitación; tenía el corazón frío y vacío. 

Los últimos días fueron extremadamente tranquilos, incluso amistosos, Ed me ayudaba a hacer los preparativos para mi viaje. En la estación me abrazó. Sabía que quería decir algo, pero guardó silencio. Yo tampoco podía hablar.

Cuando el tren avanzó, mientras la figura de Ed se empequeñecía, me di cuenta de que nuestra vida nunca volvería a ser la misma. Mi amor había recibido un golpe demasiado duro. Ahora era como una campana resquebrajada; nunca más volvería a emitir su claro y alegre son.


EMMA GOLDMAN, Viviendo mi vida, Fundación de estudios libertarios, 2015, traducción de Antonia Ruiz Cabezas.

La obra de Shakespeare está llena de anacronismos y disparates geográficos


Shakespeare era propenso a los anatropismos -es decir, a los disparates geográficos-, sobre todo en Italia, donde transcurren tantas obras suyas. Así, en La doma de la fiera, sitúa a un manufacturero de seda en Bérgamo, que es, quizá, la ciudad menos ligada al mar de Italia, y en La tempestad y Los dos hidalgos de Verona hace que Próspero y Valentín zarpen, respectivamente, de Milán y Verona, a pesar de que ambas ciudades estaban a más de dos jornadas de marcha del mar. Si sabía que Venecia tenía canales, no da muestras de ello en ninguna de las dos obras que transcurren allí. Sean cuales fueran sus otras virtudes, la familiaridad mundana no estaban entre ellas.

También abundan en sus obras los anacronismos. Pone a los antiguos egipcios a jugar al billar e introduce el reloj en la Roma de César, 1.400 años antes de que se oyera allí el primer tictac mecánico. Ya fuera por voluntad o por ignorancia, mostraba, cuando le convenía, una asombrosa despreocupación por la realidad de los hechos. En Enrique VI, Primera parte, se deshace de lord Talbot con veintidós años de antelación, a fin de conseguir que muera antes que Juana de Arco. Y en Coriolano, Lartius habla de Catón tres siglos antes de que éste naciera.

El genio de Shakespeare no se centraba en los hechos sino en la ambición, la intriga, el amor, el sufrimiento, cosas que no se enseñan en la escuela. Poseía una inteligencia asimilativa que le permitía reunir un montón de fragmentos de saber dispersos, pero nada indica que sometiera a sus obras a un riguroso trabajo intelectual, a diferencia de, pongamos por caso, Ben Johnson, que hace flamear su erudición en casi cada palabra. Nada de lo que escribe Shakespeare revela un gran conocimiento de Tácito, Plinio, Suetonio y otros que fueron determinantes para Johnson o que Francis Bacon trataba con absoluta familiaridad. Lo cual es bueno -e incluso muy bueno- porque sin duda habría sido menos Shakespeare y más dado al lucimiento si hubiera tenido más lecturas. Como diría John Dryden en 1668: "Aquellos que lo acusan de andar falto de saberes son quienes le brindan el mejor halago: el suyo era un saber natural".


BILL BRYSON, Shakespeare, RBA, Barcelona, 2009, traducción de Andrés Ehrenhaus, págs. 103 y 104.

Las obscenidades de Dylan Thomas


Por fin tengo tiempo para relatarte la anécdota de Dylan Thomas que me contó Wolfe en Nueva York y que tanto me divirtió. Thomas, que es muy conocido en Nueva York, sobre todo entre profesores, eruditos y demás gentes del medio universitario (que de hecho escriben libros sobre su obra y se dejan las pestañas para entender e interpretar sus poemas) fue invitado por la Universidad de Columbia para que diera una serie de conferencias en Nueva York y en otras ciudades de Estados Unidos. Por sus fotografías de juventud, se decía que era un hombre muy apuesto, al estilo de Byron: cabello largo y rubio, una cara de rasgos sensibles, etcétera. Cuando fueron a recogerlo al aeropuerto, en lugar de un joven de apostura byroniana se encontraron con un hombrecillo rechoncho, robusto, bajito, de cara abotargada y mediana edad, que salió corriendo del avión a la vez que gritaba: “¡Que los detengan a todos!”, señalando desaforado al resto de los pasajeros. “¡Me vienen siguiendo desde que salí de Londres, son agentes de la Guépéou!”. Parecía realmente aterrado. Lo cierto es que desde hace quince años no deja de beber un solo día, y durante el vuelo estuvo bebiendo sin parar. Trataron de serenarlo y lo llevaron a una elegante sala en la que se habían reunido los profesores universitarios y sus respectivas esposas, todos vestidos con gran elegancia. Dylan Thomas distaba mucho de estar tranquilo y sereno. Se puso a dar saltos por la sala, sobre todo para sentarse en el regazo de las señoras de edad y para abrazarlas. Wolfe me dijo que Dylan Thomas tuvo la sensación de que (el propio Wolfe) estaba pasándolo bien, así que antes de cada salto le hacía un guiño y un gesto obsceno. Si no le daba por sentarse en el regazo de las señoras, les tiraba del escote, les miraba al interior de las blusas y preguntaba: “¿Me permite soplar?”. Todos los presentes se quedaron aterrados. Dos hombres lograron sujetar al poeta contra una pared, casi hasta el punto de inmovilizarlo, y fue entonces cuando se le acercaron los profesores a hacerle preguntas sobre sus poemas, sobre todo un poema ya antiguo que trataba sobre una ballena y unas algas. “No comprendo bien ese simbolismo”, dijo un venerable erudito. Y Thomas, con voz de absoluta embriaguez, le contestó así: “¡Ah! Es muy fácil. La ballena, buen hombre, es un pene. Las algas representan un coño. ¿No se ha dado cuenta? ¿No comprende lo que pasa? Bien sencillo: se ponen a follar…”. Y prosiguió con toda suerte de explicaciones anatómicas. Luego estuvo sosegado un buen rato, hasta que una señora se le acercó con un libro suyo y le pidió una dedicatoria. “A la señora Smith”, escribió Thomas, y dibujó en el centro de la página un pene enorme. Debajo, añadió lo siguiente: “Porque parece estar pidiéndolo a gritos”. Acto seguido se sentó en el suelo y comenzó a escribir un poema terriblemente obsceno sobre el gran pene que la señora Smith parecía pedir a gritos, y al terminarlo se lo dio. Al marido no le hizo ninguna gracia, y todo el mundo se sintió tan asqueado que lo echaron de la sala casi a patadas. Luego, según me dijo Wolfe, la cosa se puso muy interesante: los profesores dijeron que ya no deseaban escribir ningún artículo, ninguna tesis sobre Thomas, e incluso llegaron a decir  que “a fin de cuentas, no es tan gran poeta”. Sin embargo, la obscenidad y el arrojo de Thomas los había conmocionado. Uno de ellos propuso poner unos cuantos discos (que al parecer tenía ocultos en algún archivo de la discoteca universitaria) que eran de tono muy subido; los puso, y (según me dijo Wolfe) aquello fue todo lo repugnante que pudo ser: por ejemplo, en vez de la retransmisión de un partido de béisbol se daba cuenta de una cama redonda, sólo que imitaba el ambiente de un partido de fútbol, con efectos sonoros y todo lo demás. Fue asombroso ver a aquellos profesores de universidad y a sus esposas, tan escandalizados con la obscenidad divertida e ingeniosa de Thomas, dispuestos a aceptar las mayores guarrerías que hubieran oído en toda su vida como si fuera una especie de reto. Al final, resultó que Dylan Thomas se presentó sobrio cuando tuvo que dar sus conferencias, y cosechó un gran éxito. Me gusta todo este asunto, pues más de una vez me he preguntado qué habría ocurrido si Joyce, o algún otro, hubiera descubierto su verdadera personalidad en presencia de otras personas, sobre todo de sus admiradores. Lo cierto es que eso nunca sucedió. Y me alegro de que esos “profesores de poesía” vieran cómo puede ser a veces un auténtico poeta.


SIMONE DE BEAUVOIR, carta enviada el 25 de octubre de 1950 a Nelson Algren, recogida en Cartas a Nelson Algren, Lumen, Barcelona, 1997, traducción de Miguel Martínez-Lage, págs. 450-452.


La diferencia entre un borracho ruso y uno alemán, según Dostoyevski


Creo que la más importante y profunda necesidad espiritual del pueblo ruso es la necesidad de sufrimiento, perpetua e insaciable, en todas partes y por todo. Por lo visto, esa ansia de sufrimiento hunde sus raíces en la noche de los tiempos. Una corriente de sufrimiento atraviesa toda su historia, no sólo procedente de catástrofes y desastres externos, sino que brota del propio corazón del pueblo. Hasta en la felicidad necesita el pueblo ruso que haya una parte de sufrimiento, de otro modo la felicidad no es completa. Nunca, ni siquiera en los momentos más señalados de su historia, ha asumido un aire orgulloso y triunfante, sino más bien conmovido hasta el dolor: suspira y atribuye su gloria a una gracia del Señor. Se diría que el pueblo ruso disfruta del sufrimiento. Y eso vale tanto para la nación en su conjunto como para los individuos, al menos hablando en general. Prestad atención, por ejemplo, a las múltiples variedades del granuja ruso. No se trata sólo de simple depravación desenfrenada, que a menudo sorprende por la amplitud de su audacia y el grado de abominación a que puede llegar un alma humana. Ese granuja es ante todo un hombre que sufre. El ruso, incluso el más tonto, desconoce esa satisfacción ingenua y solemne de sí mismo. Comparad, por ejemplo, a un borracho ruso con un borracho alemán: el ruso es más repugnante que el alemán, pero el borracho alemán es indudablemente más estúpido y ridículo que el ruso. Los alemanes son un pueblo eminentemente satisfecho de sí mismo y orgulloso. En el borracho alemán esos rasgos nacionales básicos resaltan en proporción con la cerveza ingerida. El borracho alemán es, sin ningún género de dudas, un hombre feliz y nunca llora; entona canciones en las que se jacta de su condición y se enorgullece de sí mismo. Llega a casa borracho como una cuba, pero lleno de vanidad. Al borracho ruso le gusta ahogar sus penas en alcohol y llorar. Y si fanfarronea, no lo hace por jactancia, sino simplemente por armar jaleo. Siempre recuerda alguna ofensa e insulta a su ofensor, ya esté presente o no. Puede afirmar, con el mayor descaro, que es poco más o menos un general, se pondrá a proferir amargos insultos si no le creen y terminará llamando a «la guardia» para convencerlos a todos. Pero precisamente la razón de que sea tan grosero y de que llame a «la guardia» es que en lo más profundo de su alma de borracho está plenamente convencido de que no es un «general», sino un borracho repugnante y que ha caído a un nivel más bajo que una bestia. Lo que aquí vemos a una escala insignificante vale también para casos más importantes. El granuja más inveterado, incluso aquel cuyo descaro y vicios refinados parecen tan atractivos que otros imbéciles siguen su ejemplo, tiene como una especie de intuición, en lo más profundo de su alma, de que en el fondo no es más que un canalla. No está satisfecho de sí mismo; su corazón se ahoga en reproches y él se venga en quienes le rodean; se enfurece y ataca a todos, hasta que llega al límite, debatiéndose con el sufrimiento que va acumulándose sin pausa en su corazón y al mismo tiempo embriagándose voluptuosamente de ese dolor. Si es capaz de levantarse después de esa caída, se venga en sí mismo de una manera terrible, imponiéndose castigos más crueles que los que él infligió a los demás por los tormentos secretos de su propio descontento, cuando los vapores de su degradación le cegaban. 


FIÓDOR DOSTOIEVSKI, Diario de un escritor, Alba Editorial, Barcelona, 2007, traducción de Víctor Gallego Ballestero.

Algunas escritoras o mujeres célebres que tuvieron maridos o amantes mucho más jóvenes que ellas


Tomemos, por ejemplo, el tema del amor de la mujer mayor con un hombre joven; se diría que esta relación, considerada durante mucho tiempo como un hecho extravagante y escandaloso, ha sido hasta ahora (y en buena medida todavía parece serlo hoy) una completa excepción a la normalidad. Y, sin embargo, no hay como ponerse a bucear en las vidas de las antepasadas para descubrir una asombrosa abundancia de situaciones de este tipo.

Por citar tan sólo unos cuantos ejemplos, recordemos que Agatha Christie se casó en segundas nupcias con Max Mallowan, un arqueólogo quince años más joven, y vivieron juntos cuarenta y cinco años, hasta la muerte de ella. George Eliot se casó a los sesenta y uno con John Cross, veinte años menor, y George Sand vivió con el grabador Alexandre Manceau, catorce años más joven, una gran historia de amor que duró tres lustros y que sólo terminó con la muerte del hombre (años después, ella tenía sesenta y uno, él cuarenta, mantuvo una corta pero intensa pasión sexual con el pintor Charles Marchal). Lady Ottoline Morrel, mecenas del grupo Bloomsbury, disfrutó de la más bella e intensa relación de amor de su vida a los cincuenta y pico años, cuando se enamoró de un jardinero de veinte al que llamaba Tigre. Simone de Beauvoir mantuvo una relación amorosa de siete años de duración con el periodista Claude Lanzmann, mucho menor que ella (y no fue su único amante más joven). También la celebérrima Madame Curie, premio Nobel por dos veces, vivió un amor poco habitual con el científico Langevin: él era sólo seis años más joven, pero estaba casado, lo cual aumentó el escándalo. Incluso la muy formal Eleanor Roosevelt, esposa del presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt, tuvo un amante doce años menor, Miller, que fue la gran historia secreta de su vida: estaban tan unidos que Miller escribió a Eleanor una carta diaria durante treinta y cuatro años.


ROSA MONTERO, Historias de mujeres, Alfaguara, Madrid, 1995, págs. 29-31.

Los Ptolomeos crean una ley para confiscar a los viajeros los libros que faltaban en la Biblioteca de Alejandría


Se nos ha contado también que existía una ley por la que cualquier viajero que entraba en el país, en el puerto de Alejandría, era registrado en busca de libros. No en busca de drogas, sino de libros, y si se encontraba un libro, este era llevado a la biblioteca y, si no había allí una copia de él, era confiscado y el viajero compensado. Hicieron cosas extraordinarias para adquirir libros, pero el método normal para adquirirlos era desde luego comprarlos, y en aquella época había mercados y mercados de libros. De esta forma, la biblioteca de Alejandría adquirió la mayor colección de libros que jamás existió en la Antigüedad.


MOSTAFA EL-ABBADI, profesor emérito de civilización clásica de la Universidad de Alejandría, en declaraciones para el documental La biblioteca de Alejandría, Canal Historia, testimonio entre el minuto 14:40 y el 15:30 del vídeo de Youtube (AQUÍ)

La fama literaria no visita a Jane Austen hasta dos años antes de su muerte


En 1815 el anonimato de Jane Austen por fin comenzaba a resquebrajarse dejando paso a una mínima celebridad. Un buen número de gente conocía ya el nombre de la autora de Orgullo y prejuicio y Mansfield Park. Al principio solo se había explicado la verdad a unos cuantos allegados, tras lo cual no cabe sorprenderse de que el número de enterados fuera aumentando poco a poco. Henry Austen, rebosante de alegría y orgullo fraternal, fue incapaz de mantener la discreción pese a que se lo aconsejaron más de una vez.

Todos los datos apuntan a que Jane Austen disfrutó de la fama. Y de la recompensa económica que la acompañaba. Mansfield Park, pese a su discreta acogida, se agotó; Orgullo y prejuicio, la eterna favorita, iba por la tercera edición y Sentido y sensibilidad por la segunda. Tenía admiradores por todas partes, incluido el Príncipe Regente, que hizo saber que consideraría un honor que Jane Austen le dedicara su siguiente libro. Emma se publicó en 1816, una vez más de forma anónima, pero con la dedicatoria real:

A
SU ALTEZA REAL
EL PRÍNCIPE REGENTE

ESTA OBRA ESTÁ,
POR PERMISO DE SU ALTEZA REAL,
RESPETUOSAMENTE DEDICADA
POR LA SUMISA,
OBEDIENTE
Y HUMILDE SERVIDORA DE
SU ALTEZA REAL,
LA AUTORA.

Esta efusiva dedicatoria no fue idea de Jane Austen; la escritora tenía en mente algo mucho más sencillo, pero le aconsejaron que usara la forma correcta, que no tenía opción. Más aún, las "sugerencias" reales debían tomarse tan en serio como las órdenes.


CAROL SHIELDS, Jane Austen, Mondadori, Barcelona, 2002, traducción de Cruz Rodríguez Juiz, págs. 181 y 182.

Nietzsche se opone a las reivindicaciones obreras y defiende el trabajo infantil


Quizá no sea superfluo resaltar que Nietzsche anuncia su concepción trágica del mundo también en la política cotidiana. Se pronuncia contra la disminución de la jornada laboral; en Basilea se trataba de pasar de doce a once horas al día. Defiende además el trabajo de los niños; en Basilea a partir de los doce años de edad se permitían jornadas de diez a once horas diarias. Y se pronuncia igualmente contra las asociaciones para la formación de trabajadores. Opina de todos modos que las crueldades no han de llevarse demasiado lejos. La vida del trabajador ha de ser soportable, «a fin de que él y su descendencia trabajen bien en favor de nuestra descendencia».


RÜDIGER SAFRANSKI, Nietzsche, Tusquets, 2019, traducción de Raúl Gabás

Fidel Castro decide autorizar "Paradiso", que había sido retirado de las librerías cubanas acusado de "pornográfico"


ALUMNO: Podría hablar, porque no sé si sería cierto, pero aparentemente el gobierno de Fidel había prohibido Paradiso en Cuba. ¿A qué se debió esto y por qué?
JULIO CORTÁZAR: Muy buenas preguntas..., muy buenas preguntas provocativas. Vamos a ponernos de acuerdo sobre eso que usted llama “el gobierno de Fidel” porque los gobiernos —el de Fidel o el de cualquiera— se componen de todo un equipo formado por mucha gente, de los cuales hay los que tienen lucidez y ven claramente el camino y luego están los burócratas, los sectarios y evidentemente los tontos que abundan en todo gobierno de este mundo. Cuando Paradiso fue publicado en Cuba por la Sociedad de Escritores de Cuba, algún funcionario (nunca se ha sabido quién fue y si todavía está vivo tendrá especial interés en que no se sepa porque debe estar muerto de vergüenza) lo acusó de libro pornográfico. Eso coincidía con una situación que duró varios años en Cuba y en que hubo una enorme intolerancia y un gran sectarismo en materia sexual, una situación muy penosa que dejó muchas huellas. Hubo entonces una enorme persecución contra los homosexuales en Cuba que consistió en muchos casos en creer que el trabajo, multiplicar sus tareas, los iba a curar de lo que esos señores llamaban “una enfermedad”. (Como ustedes saben muy bien éste es un problema que no se puede discutir así, yo estoy simplemente dando las líneas generales de la cosa.) En ese momento apareció Paradiso y el funcionario en cuestión dijo que era un libro inmoral, pornográfico, mucha gente se asustó, inclusive los libreros, y empezaron a retirarlo de la circulación. Lezama nunca dijo una palabra, se quedó tranquilamente en su casa, nunca dijo nada sobre eso. Entonces —por eso mi referencia al gobierno de Fidel— pasó esto que sé directamente y de primera mano: Una noche Fidel Castro fue a la universidad a hablar con los estudiantes; de vez en cuando hace una visita por sorpresa, llega a las escalinatas de la universidad, los estudiantes lo rodean durante una o dos horas, discuten muy violentamente entre ellos, exponen sus problemas y él escucha y contesta. Esa noche, en plena conversación un estudiante le dijo: “Oye, Fidel, y por qué es que no podemos comprar Paradiso? Nos han dicho que lo han suspendido de las librerías y no lo podemos comprar”. La respuesta de Fidel fue ésta, me hago responsable de esa respuesta porque sé que fue así. Fidel dijo esto que me parece muy lindo: “Chico, mira, este libro realmente yo no entiendo gran cosa de lo que hay ahí adentro pero estoy seguro de que contrarrevolucionario no tiene nada, de manera que no veo por qué no lo van a vender”. Y los que estaban con él escuchaban muy bien y al otro día el libro volvió a salir.


JULIO CORTÁZAR, Clases de literatura, Berkeley, 1980, Alfaguara, Madrid, 2014, págs. 203 y 208.

De lo bruto que podía ser Wallace Stevens en cuestiones diferentes a la poesía


Mi suegro [el difunto Ivan Daugherty, que trabajó con Stevens como abogado de fianzas durante veinticinco años] me dijo una vez que no era amigo de Stevens porque éste no tenía amigos, pero se consideraba un íntimo: era tan cercano a él como Stevens lo era a cualquiera, y creo que disfrutaba bastante con eso. Stevens se confesaba con mi suegro. Una vez, Stevens y su esposa tuvieron una terrible pelea. Ella estaba tan enojada que le arrojó algo. Stevens llegó al trabajo y me dijo: "Doc, no entiendo a las mujeres. No sé qué hacer. ¿Qué cree que debería hacer?". Mi suegro le dijo: "¿Por qué no se va a casa, deja el maletín, la abraza y le dice que la ama? Cómprele un ramo de rosas y envíeselo". "¿Para qué demonios?", dijo Stevens. Se quedó perplejo, pero al final dijo: "Está bien, lo haré". Al día siguiente llegó al trabajo y dijo: "Caramba, no lo entiendo, pero funcionó". Esa historia se me quedó grabada porque recuerdo que en ese momento pensé: "Aquí tenemos a este hombre tremendamente sensible al que la idea de mostrarle a su esposa un poco de aprecio o afecto le resulta extraña. Caramba, ¿cómo es que funcionó? ¿Cómo es que ella estaba feliz por esas flores?"


LILIAN DAUGHERTY, recogido por Peter Brazeau en Parts of a world: Wallace Stevens remembered, recogido a su vez en The New Oxford Book of Literary Anecdotes, edición de John Gross, Oxford University Press, 2006, pág. 236, traducción de Mary Crónica.

Winston Churchill confunde al poeta William Blake con el almirante Robert Blake


Al ver que le gustaba la poesía, le cité a uno de mis poetas favoritos, Blake. Escuchó con avidez, repitiendo algunos versos para sí mismo con distintos énfasis y acentos, y luego agregó meditativamente: "Nunca supe que ese viejo almirante hubiera encontrado tiempo para escribir tanta buena poesía".


VIOLET BONHAM CARTER, Winston Churchill como yo lo conocí, 1965, recogido en The New Oxford Book of Literary Anecdotes, edición de John Gross, Oxford University Press, 2006, pág. 229, traducción de Mary Crónica.