"Picasso no sabe dibujar": Baroja y Azorín rechazan las vanguardias


Eran los años del poeta francés Apollinaire, y todo el grupo se puso a componer unos llamados “anaglifos” que no sé quién bautizó. Constaban de tres sustantivos, uno de los cuales, el de en medio, había de ser “la gallina”. Todo el chiste consistía en que el tercero tuviese unas condiciones fonéticas que impresionaban por lo inesperadas. Ejemplos:

El búho,                      La codorniz                El té,
el búho                        la cordorniz,               el té,
la gallina                      la gallina                   la gallina
y el Pancreator.         y el viso.              y el Teotocópuli.

La creación de “anaglifos” fue como una epidemia, en la cual me vi envuelto. Se hacían a montones, y a todas horas y en todos sitios, pero salían pocos perfectos, que gustaran a la mayoría. Y como en todo movimiento imaginativo, enseguida apareció el disidente, que fue Federico. Su variante consistía en alargar el último elemento del anaglifo convirtiéndolo en frase, por ejemplo:                      

La tonta,
la tonta,
la gallina
y por ahí debe andar alguna mosca.

Tales juegos respondían al espíritu revolucionario de entonces, se daban la mano con la escritura automática y otras manifestaciones más serias.

A mí me recreaba salir de aquel ambiente juvenil y ponerme a pasear con Azorín y Baroja, que no entendían nada de los movimientos modernos. Recuerdo que en uno de estos paseos desfilamos por delante de una frutería de la calle Mayor, cuyas hermosas frutas, variadísimas en color y formas y tamaños, estaban colocadas verticalmente. Azorín me dijo señalando hacia la frutería: “Un cuadro cubista”. Lo mismo le pasó con el “Superrealismo”. Y en cuanto a Baroja, todo lo resolvía con negaciones: “Eso es una tontería. Eso no va a ninguna parte. ¡Bah!, majaderías. Picasso no sabe dibujar”.


JOSÉ MORENO VILLA, Vida en claro, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1976, págs. 113 y 114

Sylvia Plath no ansiaba el suicidio, dice el traductor al español de su poesía completa


No quiero decir que debamos mostrarnos "comprensivos" o "misericordiosos" con "la histérica", "la neurótica" o -sin más- "la loca" de Plath. Al contrario: este libro desmiente, cuando menos a mis ojos, todas las patrañas que se han venido vertiendo sobre su cadáver. Son muchas, y aún colean, pero hay dos que me irritan especialmente. Una, la que puso en circulación el crítico A. Álvarez al poco de morir su "amiga": Sylvia Plath era una poeta abocada al suicidio desde la muerte de su padre (la dichosa "Boca de sombra" a la que todos dan de comer). Falso. A diferencia de, por ejemplo, Alejandra Pizarnik -que sí se entregó, creo yo, a un cierto culto funesto- Plath fue una tremenda luchadora que, por encima de todo, ansiaba ser feliz: amando, trabajando, criando a sus hijos y colaborando, en la medida de sus posibilidades, a transformar la sociedad. Una persona que, consciente del trauma que pesaba sobre ella, así como de la ira, del bloqueo, de las diversas pulsiones enfrentadas que aquella fractura de la infancia seguía generando en su interior, hizo y escribió cuanto pudo para salir adelante. Y, salvo en dos ocasiones, siempre con éxito, tal y como lo demuestra su brillantísima trayectoria profesional. Pero ese "invierno terrible" del que habla Rilke en los Sonetos a Orfeo; aquel álgido y caótico invierno de 1962-63, henchido de vacío y de desamor, pudo más que ella, al final.


XOÁN ABELEIRA, en la introducción a Sylvia Plath, Poesía completa, Bartleby Editores, Madrid, 2008, págs. 21 y 22

La mujer de Nabokov salva el manuscrito de "Lolita" de las llamas


Tuvo obsesión, siempre, por el ajedrez, los lápices afilados, y los lepidópteros. No sé si en ese orden. Cazó mariposas por todo el mundo, con calzón corto, una visera a cuadros, y una tupida red que rozaba lo ridículo. Después se dedicó a escribir, como una religión, un credo. Un día, desesperado, empapado en sudor, desencajado, cogió el manuscrito de Lolita, ese que empieza con "Lolita, luz de mi vida", y lo arrojó a una hoguera en el jardín. Fue su mujer, Vera, quien apagó las llamas, lo rescató humeante, y le convenció para que lo terminara.

Y nada, ya viejo, se dedicó a pasear, recordando a menudo aquella mariposa de alas amarillas que se escapó al jardín, y las cartas que tal vez le enviara, allí en la vieja Rusia, una novia que tuvo, Tamara, a una dirección en la que había dejado de vivir para siempre.


JESÚS MARCHAMALO / DAMIÁN FLORES, 44 escritores de la literatura universal, Siruela, Madrid, 2009

Las mentiras maravillosas que contaba Valle-Inclán


Así, por ejemplo, narraba el inefable Valle:

–Una vez en tierraz de América o como zi dijéramos en Indiaz, zalí de la ciudad pazeando por el campo. Como yo me trago laz leguaz, me zorprendió la noche lejoz del poblado a la orilla de un lago, ya en territorio de zalvajez. Allí me zenté a dezcansar en un tronco verdozo, como lleno de muzgo. Pero al poco rato noté que el tronco ze movía. Otro cualquiera ze hubiera azuztado. Yo, no. Me fijé y vi que me había zentado zobre un caimán. Y como yo conozco laz coztumbrez del zaurio le puze un dedo en el ojo, que ez la manera de guiarlez, y azí montado en él me condujo hazta laz puertaz de la ciudad.

Al terminar su relación paseaba la mirada por el auditorio, que, conocedor en su mayoría de la fantasía valleinclanesca, no decía nada, antes bien se recreaba con la maravillosa bola. Mas no faltaba algún recién llegado, quien creía que le estaban tomando el pelo y se atrevía a protestar. Entonces Valle le dedicaba sus más elocuentes contumelias, empezando por decirle:

–Uztez ez un idiota. Uztez no zabe lo que ez un zaurio.

Y se enzarzaba la gresca. Algo así como cuando el conde de San Germán decía muy tranquilo a fines del siglo XVIII:

–Almorzando yo un día con los padres del Concilio de Trento...

Otra variante de Valle era su conocimiento del guaraní.

–Eze idioma ya no lo zabe nadie maz que yo. Antez lo zabía también el viejo cacique indio que me lo enzeñó. Yo le quería entrañablemente, pero me vi precizado a matarle. Loz doz amábamoz a la mizma mujer. Y yo le dije: “Tú bien zabez que todo lo compartimoz. Pero la hembra eza, no. Eza te la dizputo”. Y zurgió el dezafío. Eztábamoz en la bodega de un pueblo perdido en la zelva. Y acordamoz que noz batiríamoz en la cueva, a cincuenta dizparoz. Ze cerraría la trampa de la entrada y zólo zaldría el sobreviviente. Bajamoz y empezó el combate. Yo me parapeté detráz de un tonel y dizparé. A loz pocoz tiroz, advertí que mi contendiente no me rezpondía. Anduve a tientaz, porque eztábamoz a ozcuraz, y tope con zu cuerpo. Le había muerto. Entoncez comprendí que hazta que no oyeran loz cincuenta dizparoz no abrirían la trampa de la cueva loz que eztaban arriba, y cuando agoté miz muniziones tirando al aire gazté laz del cadáver. Al oír el último dizparo, loz de arriba abrieron la cueva. Yo zalí y me aclamaron zacándome en triunfo.


PEDRO DE RÉPIDE, recogido por Ramón Gómez de la Serna en Don Ramón María del Valle-Inclán, Espasa-Calpe, Madrid, 2007

A Virginia Woolf le parecía que los pájaros le cantaban en griego


No tuvo ninguna oportunidad que se les regalaba a los vástagos varones. Como a todas las mujeres de entonces le fue prohibida la universidad; Virginia Woolf estudió griego y latín por su cuenta en casa; se bebió toda la biblioteca familiar; se casó con Leonard Woolf, uno del grupo, también escritor; en su luna de miel por España tomó leche de cabra y atravesó la miseria del sur en trenes lentos y sucios o anduvo a lomos de una mula por un paisaje abrupto de la serranía de Málaga en busca de su viejo amigo Gerald Brenan. En el equipaje traía también sus depresiones. El marido aceptaba con toda normalidad que ella le dijera que Eduardo VII la espiaba entre las azaleas o que los pájaros cantaban en griego. Nunca se ha dado el caso de un hombre tan paciente y enamorado de una neurótica cuyo talento literario iba por delante de su locura. Leonard la llevaba al campo o al manicomio siguiendo las mareas de su cerebro; llegó a fundar una imprenta elitista, la Hogarth Press, para imprimir y encuadernar a mano sus propios libros junto con los de T. S. Eliot, Freud y Katherine Mansfield. Y en las fotografías aparece a su lado resignado, sonriente y admirado.

En aquel tiempo de moral victoriana ponerse pantalones de hombre, ser sufragista, fumar en público cigarrillos egipcios, dar charlas en un círculo obrero siendo una señorita de alta sociedad y enamorarse de su amiga la poeta Vita Sackville West, esposa de un lord, y vivir con ella una relación lésbica no fue para Virginia Woolf un juego estético como el que ejercían sus amigos sino una forma de romper el dogal de hierro que la ahogaba, una actitud radical que la convertiría en una bandera del feminismo. 

Rodeada de enfermeras y doncellas, de maletas para viajes y regresos, de fiestas e invitados, Virginia Woolf comenzó a labrar una literatura desestructurada en la que el tiempo se convertía en un fluido de la conciencia. En este sentido se adelantó a James Joyce a la hora de especular con el monólogo interior, una forma de regurgitar el pensamiento como los rumiantes. Virginia Woolf fue la primera en oír voces superpuestas, las mismas que vulneraban su mente hasta llevarla a la claridad del sol entre la niebla. Al final fue consecuente y se permitió el lujo de suicidarse. Esta vez no podía fallar. Sucedió el 29 de marzo de 1941, en Susex. Llenó de piedras los bolsillos del abrigo y se adentró en el río Ouse hasta quedar sumergida. Unos niños encontraron su cadáver 15 días después.


MANUEL VICENT, Póquer de ases, Alfaguara, Madrid, 2009


Bukowski coincide en una fiesta con Schwarzenegger y le llama "pedazo de mierda"


A Bukowski no le impresionaban los actores de cine porque respetaba poco su trabajo. Se podían contar con los dedos de una mano las películas que le gustaban. ¿Quién teme a Virginia Woolf? Sin novedad en el frente estaban entre ellas. Más sofisticado en lo cultural de lo que generalmente se le supone, le gustaba también Akira Kurosawa y su película favorita de todos los tiempos era Cabeza Borradora. Bukowski demostró su rechazo por las películas de moda y sus estrellas cuando conoció a Arnold Schwarzenegger, en septiembre de 1985, en la fiesta de cumpleaños de la mujer de Michael Monstfort. Sin más razón en particular que sus ganas de buscar pelea, Bukowski le dijo a Schwarzenegger que era un pedazo de mierda. “A Hank, ciertamente, nada de eso le impresionaba demasiado”, dijo Harry Dean Stanton. “Muchas películas no le importaban, a mí tampoco. Cualquiera que sea inteligente no habla sobre los miles de películas buenas. Esto afecta a cualquier forma de arte. La excelencia en cualquier campo es siempre una rareza.”


HOWARD SOUNES, Charles Bukowski: Locked in the Arms of a Crazy Life, Grove Press, New York, 1998, traducción de Vanessa

Ehrenburg acusa a los surrealistas de interés en la pederastia y Breton lo abofetea en la calle


El mismo año de la expulsión de Dalí, una Unión de Escritores y Artistas Revolucionarios, dirigida por los comunistas, organiza un Congreso de escritores para la defensa de la cultura. En ese momento Pierre Laval, líder político francés de derecha, procura entendimientos con la Unión Soviética para la defensa de la paz. Los surrealistas no veían con buenos ojos esta manera de defender la paz, y de hecho se los excluye del congreso. A último momento, a instancias de René Crevel, se le permite participar a uno de ellos. Será Paul Éluard, que lee un comunicado escrito por Breton. En esos días, un escritor soviético participante del congreso —Ilya Ehrenburg— había hecho algunas expresiones despectivas sobre los surrealistas. Había dicho que leían mucho a Hegel y Marx, pero se negaban a trabajar, y se ocupaban mucho de la pederastia y los sueños. A consecuencia de estas expresiones, Breton, al encontrarlo en la calle, lo abofeteó. 


ALFREDO B. TZVEIBEL, Breton y Dalí: una relación difícil, incluido en Tensiones filosóficas, edición de Tomás Abraham, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2011

Norman Mailer propone a Hemingway como candidato demócrata a la presidencia de USA


Sí, puede parecer un poco fantástico a primera vista, pero el hombre que creo que los demócratas tendrían que designar como su candidato presidencial en 1956 es Ernest Hemingway.

He tenido esta idea en la mente hace ya unos meses, y he tratado de considerar sus méritos y deméritos más de una vez. Vean, estoy lejos de ser un adorador de Hemingway, pero después de muchos años de menospreciarlo siempre en mi mente llegué a decidir que, le guste o no, él es una de las fuerzas estéticas contrapuestas en la novela norteamericana de hoy —siendo la otra Faulkner, desde luego— y así su marca sobre la historia es probable que esté asegurada.

Ahora bien, lo que pienso de Hemingway como escritor sería de interés para muy poca gente, pero remarco que no soy un devoto religioso de su obra para enfatizar que he pensado en él como candidato presidencial sin pasión o implicación personal (o al menos así lo creo). En cuanto a los méritos y, aun más importante, las posibilidades de victoria, trataré de discutirlos con rapidez en los límites de esta columna.

Para empezar, el Partido Demócrata tiene las posibilidades más pobres contra Eisenhower, y ya sea que se trate de Stevenson, Kefauver o algún otro político de medio pelo, la personalidad del candidato sufriría por la desafortunada semejanza con un empresario de pompas fúnebres próspero. No hay forma de esquivarlo: el pueblo norteamericano tiende a votar por el candidato que dé la impresión de haber experimentado algún placer en su vida, y Eisenhower, por más pasivas que fueran sus vicisitudes, se ve como alguien que ha tenido un buen momento de vez en cuando.

Me rendiría ante el hecho de que se trata de uno de los pocos aspectos saludables de nuestro país poco saludable: es, por cierto, sabiduría popular. Un hombre que ha tenido buenos momentos invariablemente también ha sufrido (como opuesto a la desdichada cantidad de gente que ha evitado el dolor al precio de evitar también el placer), y la mezcla de dolor y placer en la experiencia de un hombre es probable que le dé la proporción, el sentido común y el encanto que un presidente necesita. Hemingway, me imagino, posee exactamente ese tipo de encanto, lo posee en mayor grado que Eisenhower, y por eso tendría cierta chance externa de ganar. Su nombre ya es más conocido en Norteamérica que el de Stevenson en 1951, y su prestigio en Europa no sería un factor menor en las mentes de los muchos medianamente cultivados que piensan en palabras tan colectivizadas como nuestro prestigio-en-Europa. Después de todo, como ejemplos al pasar, están el Premio Nobel de Hemingway y su fluidez en francés, español e italiano.

En las poblaciones pequeñas de Norteamérica, donde Eisenhower tiene raíces tan fuertes, Hemingway, por la gracia del conocimiento completo que tiene de la caza y de la pesca, ejercería un atractivo muy humano y directo para los instintos de los hombres de poblaciones pequeñas. Por otro lado, las mujeres urbanas también se verían atraídas hacia él. Mi experiencia me indica que un hombre que ha estado casado algunas veces interesa más a las mujeres que el que no lo está. Desde luego es contraproducente decir esto en voz alta, pero, por otra parte, para los demócratas no sería necesario publicitarlo, los republicanos podrían considerar prudente abstenerse de la política sucia, y la palabra correría de un living a otro.

Otra de las virtudes políticas de Hemingway es que cuenta con un historial de guerra interesante, y que logró convertirse en un hombre de mayor coraje físico que el de la mayoría, y estos no son logros fáciles o poco agotadores para un escritor importante. Le guste o no al Village Voice, a la mayoría de los norteamericanos les gustan los guerreros, de hecho tanto que han estado dispuestos a tragar la píldora amarga de un general del Ejército en el cargo. Sin embargo, creo que no están tan sumergidos en la conformidad desesperada que nos acosa como para ignorar la iniciativa independiente de un general-en-libertad como Hemingway, que en la última guerra estuvo tan cerca de tomar París con unos pocos cientos de hombres.

Una vez más, Hemingway podría verse inclinado a hablar con sencillez, y en cuanto a lo que tiene que ver con la política, con frescura, y la energía que esto despertaría en las mentes del electorado, embotado en el presente por los ampulosos latinismos de los Kefauver, los Stevenson y los Eisenhower, es algo que uno no debería subestimar, porque el electorado casi nunca tiene la oportunidad de tener estimuladas las mentes.

Por último, la falta de una vida política anterior de Hemingway es un valor, sostendría yo, más que un defecto. La política se ha vuelto estática en Norteamérica, y los norteamericanos siempre han desconfiado de los políticos. (Desconfianza que por cierto revela gran parte del atractivo original de Eisenhower). El leve brillo de esperanza en todos nuestros horizontes opacos es que la civilización puede estar llegando al punto en el que volvemos a votar por hombres individuales (o mujeres individuales) en vez de por ideas políticas, esas ideas políticas que con el tiempo se ven cimentadas en la red social de la vida como una traición de los deseos individuales que les dieron nacimiento; porque la sociedad, sostendré, el día en que consiga el ingenio, es la asesina de todos nosotros.

Lo de arriba es para la gente a la que le gusta una discusión punto por punto. A lo que se reduce, según la regla-del-Hip-rebelde, es que Hemingway es probablemente bastante más humano que Eisenhower o los otros, y de ese modo podría haber un toque más de color en nuestro Imperio Romano. Más de lo que es injusto esperar de cualquier presidente.

Ahora bien, para aquellos que creen que un discurso de nominación debe tener un poco de color, e incluso —aquí se me tensa el estómago— un poco de sentimentalismo, supongo que debería decir que Hemingway es una de las pocas personas de nuestra vida nacional que ha tratado de vivir con una cierta pasión por conseguir lo que deseaba, y creo que en verdad logró obtener cierto grado de autorrespeto por lo que siempre ha buscado, y sin embargo al mismo tiempo ha sido capaz, con los dolores de escritura que sólo otro escritor serio (bueno o no) puede conocer, de escribir también sus novelas; y por tanto, no importa cuáles sean sus defectos de carácter, y deben de ser muchos, tengo la sensación de que probablemente ha logrado una parte considerable de su sueño —que era ser más que la mayoría— y este país podría apoyar a un hombre así como presidente, dado que durante muchos años nuestras vidas han sido guiadas por hombres que eran en lo esencial mujeres, lo cual no es bueno ni para los hombres ni para las mujeres. De modo que para mí Ernest Hemingway parece la mejor posibilidad práctica a la vista, porque a pesar de todas sus vanidades tristes y tontas, y algunas de sus cobardías intelectuales, sospecho que sigue siendo más real que la mayoría, ¿saben?


NORMAN MAILER, Nominación de Hemingway para presidente, recogido en Fuera de la ley, Emecé Editores, 2016, traducción de Elvio E. Gandolfo

¿El tal Cortázar existe?


El regreso a París le reserva dos hitos en el horizonte: la cercana visita de su madre y la inminente publicación de Rayuela. En relación a lo segundo, Julio no va a renunciar a sus costumbres. Cada vez que aparece una obra suya se las arregla para alejarse de la ciudad o para prescindir olímpicamente de la campaña de promoción. Tímido por naturaleza y dotado de un extraño sentido del ridículo, no concede entrevistas y no acude a esas ceremonias editoriales donde el autor de turno se presenta ante lo que él llama “los corredores de venta”. Dado que no necesita la literatura para vivir, puede permitirse el lujo de no hacer el rendez-vous a grandes como Fayard o Gallimard. Para gentes tan chauvinistas como los franceses esta actitud no se perdona, y menos si viene de un extranjero. Pero él no sirve para este circo lleno de figurines serviles y untuosos que se mueren por un pedazo de pastel. Esta posición contribuye a alimentar la leyenda. En uno de los cócteles de Gallimard una dama le preguntó a una amiga suya: “Mais alors, ce Cortázar, ça existe?” (Pero entonces ¿el tal Cortázar existe?) 


MIGUEL DALMAU, Julio Cortázar, el cronopio fugitivo, Edhasa, Barcelona, 2015

Rimbaud propone quemar el Louvre y la Bibliothèque Nationale para aniquilar la cultura francesa


Su reputación empezaba a consolidarse. Con una infalible falta de tacto, se presentaba como una combinación de las dos figuras más repulsivas que se conocían en la Francia de los años setenta del siglo XIX: el homosexual y el anarquista. Desde el punto de vista político, se situaba ahora tan a la izquierda que se rebelaba incluso contra la Comuna. Le reprochaba su vergonzosa actitud de reserva: al no prender fuego a la Bibliothèque Nationale y al Louvre, había cometido la estupidez de no aniquilar la cultura francesa. En su opinión (expresada por el confuso y remilgado Delahaye), "la acción revolucionaria verdaderamente eficaz y definitiva habría consistido en quitarle de una vez por todas a la humanidad aquello que constituye su motivo de orgullo más preciado y pernicioso". Rimbaud parece referirse al pene: el único remedio realmente eficaz para el capitalismo burgués era una castración completa.

Como si quisiera indicarle al género humano qué camino debía tomar, Rimbaud alardeaba públicamente de sus relaciones homosexuales. Un día el poeta Maurice Rollinat lo vio entrar en un café. Apoyó la cabeza sobre la superficie de mármol de la mesa y empezó a contarle en voz alta sus últimas actividades. "Estoy completamente molido. X... se ha pasado toda la noche follándome y ahora no puedo contenerme la mierda." (Puede que esto no fuera verdad, aunque es médicamente posible.)

El novelista Alphonse Daudet oyó por casualidad unas revelaciones de la misma naturaleza. Rimbaud estaba quejándose de Verlaine: "Conmigo puede disfrutar cuanto quiera. Pero pretende que yo también me lo haga con él. ¡Por nada del mundo! Además tiene una piel horrible".


GRAHAM ROBB, Rimbaud, Tusquets, Barcelona, 2001, pág. 156, traducción de Daniel Aguirre Oteiza

El pueblo donde vivió Lorca, Asquerosa, decide en 1943 cambiar su nombre por "Valderrubio" para evitar el gentilicio "asquerosos"


Algunas localidades españolas destacan por sus peculiares nombres, algunos de los cuales provocan alguna que otra carcajada cuando son oídos por primera vez. Otros tienen un curioso origen y otros tuvieron que cambiar su nomenclatura, para evitar confusiones y problemas.

Es el caso de Valderrubio, una localidad clave en la historia del granadino Federico García Lorca, el poeta español más universal. Antes de llamarse así, Valderrubio tenía otro nombre mucho más curioso: Asquerosa. Al parecer, este nombre tiene su origen en la época romana y proviene de las palabras Aqua Rosae (agua de rosas).

El 15 de agosto de 1943 se tomó la decisión de sustituir su nombre por el de Valderrubio, con el objetivo de evitar el gentilicio “asquerosos”. El nuevo nombre hace referencia a “valle del tabaco rubio”, debido a que fue el primer pueblo de Europa donde se sembró tabaco rubio procedente de América.


EL CURIOSO ANTIGUO NOMBRE DE UN PUEBLO DE GRANADA, El ideal.es, 28 de noviembre de 2017. Todo el artículo AQUÍ


NOTA DE LA ADMINISTRADORA: En realidad Lorca no nació en Asquerosa, como decía Alberti, pero sí que vivió allí durante algunas temporadas de su vida, y de allí proceden muchos motivos de su obra La casa de Bernarda Alba. El nombre de la localidad, sin embargo, no debía gustarle mucho al poeta, porque cada vez que escribía cartas desde allí empleaba los nombres de Vega de Zujaira o Apeadero de San Pascual.

Yukio Mishima se hace el harakiri después de que fracasara su levantamiento en una base militar


Fue en el último período de su vida cuando Mishima creó la organización paramilitar Tatenokai, a la que gustaba referirse por sus siglas en inglés, SS (Shield Society o Sociedad del Escudo). Se trataba de un pequeño ejército de cien hombres, tolerado y fomentado por las Fuerzas Armadas japonesas. Los cien eran sobre todo estudiantes y admiradores incondicionales, devotos todos del Emperador y del Japón más rancio. Durante un tiempo se limitaron a hacer acampadas, ejercicios tácticos, maniobras pseudomilitares y a abrirse la piel para entremezclar y beber sus sangres. Su primera y última acción verdadera tuvo lugar el 25 de noviembre de 1970, cuando Mishima y cuatro acólitos se presentaron con sus uniformes amarillentos en la base de Ichigaya, en Tokyo. Allí tenían cita con el general Mashita, al que iban a cumplimentar y a mostrar una valiosa espada antigua de samurai, en posesión de Mishima y sin duda muy digna de verse. Una vez en el despacho del general, los cinco falsos soldados maniataron a éste, se hicieron fuertes con sus armas blancas y exigieron que las tropas se concentraran ante el balcón para escuchar una arenga de Mishima. Algunos oficiales desarmados (el Ejército japonés tiene prohibido el uso de las armas contra civiles) intentaron reducirlos y se llevaron unos cuantos sablazos (a un sargento Mishima casi le cortó la mano). Cuando por fin pudo dirigirse a las tropas, el discurso de Mishima no fue muy bien recibido: los soldados le interrumpieron continuamente gritándole barbaridades como “¡Bésate el culo!”, o bien Bakayaro!, de difícil traducción, aunque al parecer lo más aproximado sería “¡A joder a tu madre!” (hay quien, sin embargo, le da sólo un valor equivalente a “tarugo”).

Las cosas no salieron del todo como había planeado. Entró de nuevo en el despacho y se preparó para el harakiri. A su hombre de confianza y posible amante, Masakatsu Morita, le había pedido que lo decapitara con la valiosa espada en cuanto él se hubiera abierto las tripas, sin dejarlo sufrir demasiado. Pero Morita (que también iba a hacerse el harakiri luego) falló el golpe nada menos que tres veces, rajándole los hombros, la espada, el cuello, pero sin acertar con la cabeza. Otro de los acólitos, Furu Koga, más ducho o menos nervioso, le arrebató la espada y se encargó de la decapitación. Luego hizo lo propio con Morita, quien, falto de fuerzas desde el principio, sólo logró hacerse un arañazo en el estómago con la daga. Las cabezas quedaron sobre la alfombra. Mishima tenía cuarenta y cinco años, y se dice que, siempre teatral, esa misma mañana había entregado al editor su última novela. En una ocasión había dicho del harakiri que era “la masturbación definitiva”. Su padre se enteró de lo ocurrido por la televisión: al oír la noticia del asalto a Ichigaya pensó: “Ahora tendré que ir a pedir disculpas a la policía y demás. ¡Vaya lata!”. Luego oyó el resto, harakiri y decapitación, y confesó más tarde: “No me sentí muy sorprendido: mi cerebro rechazaba la información”.


JAVIER MARÍAS, Vidas escritas, Suma de Letras SL, Madrid, 2002

Neruda cuenta en sus memorias cómo violó a una mujer tamil en su época de cónsul en Colombo


Mi solitario y aislado bungalow estaba lejos de toda urbanización. Cuando yo lo alquilé traté de saber en dónde se hallaba el excusado que no se veía por ninguna parte. En efecto, quedaba muy lejos de la ducha; hacia el fondo de la casa.

Lo examiné con curiosidad. Era una caja de madera con un agujero al centro, muy similar al artefacto que conocí en mi infancia campesina, en mi país. Pero los nuestros se situaban sobre un pozo profundo o sobre una corriente de agua. Aquí el depósito era un simple cubo de metal bajo el agujero redondo.

El cubo amanecía limpio cada día sin que yo me diera cuenta de cómo desaparecía su contenido. Una mañana me había levantado más temprano que de costumbre. Me quedé asombrado mirando lo que pasaba.

Entró por el fondo de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había visto hasta entonces en Ceilán, de la raza tamil, de la casta de los parias. Iba vestida con un sari rojo y dorado, de la tela más burda. En los pies descalzos llevaba pesadas ajorcas. A cada lado de la nariz le brillaban dos puntitos rojos. Serían vidrios ordinarios, pero en ella parecían rubíes.

Se dirigió con paso solemne hacia el retrete, sin mirarme siquiera, sin darse por aludida de mi existencia, y desapareció con el sórdido receptáculo sobre la cabeza, alejándose con su paso de diosa.

Era tan bella que a pesar de su humilde oficio me dejó preocupado. Como si se tratara de un animal huraño, llegado de la jungla, pertenecía a otra existencia, a un mundo separado. La llamé sin resultado. Después alguna vez le dejé en su camino algún regalo, seda o fruta. Ella pasaba sin oír ni mirar. Aquel trayecto miserable había sido convertido por su oscura belleza en la obligatoria ceremonia de una reina indiferente.

Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia.


PABLO NERUDA, Confieso que he vivido, Pehuén Editores, Santiago, 2005, págs. 136 y 137

Alberti dice que Lorca nació en una localidad llamada Asquerosa cuyos lugareños son los asquerosos


Federico dejó una obra que pudo haber sido muy extensa. Federico pudo haber hecho más. Yo tengo la convicción de que Federico perdió mucho tiempo. Federico tiraba el tiempo. Prácticamente, en Madrid no hacía nada, y estaba allí la mayor parte del año. Federico, como sabes, vivía en la Residencia y entonces tocaba el piano, cantaba, gritaba, inventaba cosas como los anaglifos, como los putrefactos, como Anfistora; se pasaba el día inventando cosas muy divertidas, pero rodeado de gente, a veces gente absurda, tanto, que no se podía estar con él, porque estaba con una gran cantidad de estúpidos, como llevan los toreros, una cantidad de gente imposible. “Pero Federico, cuando te quites esa gente, vendré a verte por si se puede hablar contigo”. Se moría de risa y seguía con una serie de tipos que nadie sabía quiénes eran, y decía: “Este es un genio, mira primo –porque a mí me llamaba primo–, aquí he descubierto un poeta formidable”. Y era un amigo suyo, de los que estaban en candelero. Y era mentira, era él quien escribía los poemas, los inventaba, y decía: “¡Qué gran poeta! Mira, tú, éste y yo somos los tres poetas más grandes del mundo”. Y cosas así, realmente estupendas, como ya no ha vuelto a haber, palabra, porque tenía mucha vitalidad y le sobraba el temperamento poético de una manera colosal. Verdaderamente, como ya no se ve. Era un poco el poeta a caballo como te he dicho antes. Ahora sólo son poetas en caballos de palo. Era un ser excepcional. Le había tocado ser así, con todos sus defectos. Por eso creo que Federico perdió una de tiempo loco, porque sólo iba dos o tres meses escasos al año a Granada y se metía en Fuentevaqueros o donde sea o en ese pueblo donde había nacido que se llama Asquerosa, que todos sabíamos que se llamaba Asquerosa. “Se llama así”. Decía: “No señor, no se llama Asquerosa. Es un nombre griego. Se llama Arquerosa, que viene de “arqueros”. “Es mentira. Se llama Asquerosa y tú eres un asqueroso”.


RAFAEL ALBERTI, entrevistado por José Miguel Velloso para Conversaciones con Rafael Alberti, Sedmay, Madrid, 1977

Joseph Brodsky comparece ante una jueza acusado de "parásito social y vago maleante"


—¿Su profesión?
—Soy poeta. Supongo.
—Nada de supongos aquí. Ponte derecho. No te apoyes en la pared. Mira al tribunal. ¿Tienes una profesión estable?
—Creía que eso era una profesión estable.
—Pero en términos generales, ¿cuál es tu especialidad?
—Soy poeta, traductor poeta.
—¿Quién te ha reconocido como poeta? ¿Quién te ha metido en las filas de los poetas?
—Nadie. ¿Quién me ha metido en las filas de la especie humana?
—¿Has estudiado para serlo?
—¿Para ser qué?
—Poeta. ¿No has encontrado la manera de proseguir tus estudios en el instituto, donde podías prepararte y aprender?
—Nunca he creído que eso fuera material de enseñanza.
—Entonces, ¿qué?
—Creo que eso... viene de Dios.


(Diálogo que tuvo lugar en la mañana del 18 de febrero de 1964 en el juzgado de distrito de Leningrado entre la jueza Irina Savaleva y el “parásito social y vago maleante” de 24 años Joseph Brodsky, quien 23 años después –1987, y a sus 47– alcanzó el Premio Nobel de Literatura)


ESTEBAN PEICOVICH, Poemas plagiados, Bajo la luna, Buenos Aires, 2008

La extraordinaria voz de Alejandra Pizarnik


Siempre me ha llamado la atención el que entre las muchas semblanzas y entrevistas publicadas en torno a Alejandra no se haya hablado nunca -salvo en una rápida referencia de Rodolfo Alonso- de la extraordinaria voz de Alejandra y de su aún más extraordinaria dicción. Alejandra hablaba literalmente desde el otro lado del lenguaje, y en cada lenguaje, incluyendo el español y sobre todo en español, se le escuchaba en una suerte de esquizofrenia alucinante. Por un lado entrecortaba imprevisiblemente sus palabras: “pa-raque-ve-aselpo-e-ma” produciendo un cierto hipnotismo, semejante al que inspira el mirar viejas fotos donde reconocemos rasgos, sí, pero de modos tan inesperados como oblicuos. Asistir a su conversación era viajar en un tren en que cada vagón corría a distinta velocidad, con ventanas titilando arbitrariamente, y una locomotora oscura e inexplicable arrastrando todo como un silencioso y nocturno huracán. Sus vocales eran lentas y tambaleantes y el todo, irremisiblemente extranjero.


IVONNE BORDELOIS, en el prólogo de Correspondencia Pizarnik, Seix Barral, 1998

Hemingway lleva a Scott Fitzgerald al Louvre para que se convenza de cuál es el tamaño de un pene normal


Mucho después, cuando Zelda sufría por primera vez lo que entonces se designaba con el nombre de depresión nerviosa, Scott y yo coincidimos en París, y él me invitó a almorzar en el restaurante Michaud, en la esquina de la rue Jacob y de la rue des Saints-Pères. Dijo que quería consultarme algo muy importante, algo que para él contaba más que nada en el mundo, y me pedía le contestara la pura verdad. Le prometí hacer lo que pudiera. Siempre que él me exigía la pura verdad, cosa en todo caso difícil de alcanzar, y yo procuraba decírsela, lo que yo le decía le ponía furioso, aunque muchas veces no se ponía furioso en seguida sino más tarde, después de cavilar sobre el asunto. Mis palabras se convertían en algo que había que destruir, y a veces, de ser posible, había que destruirme a mí de paso. 

Con el almuerzo bebió vino, pero no le afectó, y no llegó ya bebido, como preparación para la entrevista. Hablamos de nuestro trabajo y de los amigos y me pidió noticias de gentes a quienes no veía desde hacía tiempo. Comprendí que estaba escribiendo algo bueno y que por varias razones el trabajo no le resultaba fácil, pero que no era ése el asunto de su consulta. Esperé a que asomara la cuestión sobre la cual yo debía pronunciar la pura verdad, pero no lo descubrí hasta el fin de la comida, como si fuera un almuerzo de negocios.

Por fin, mientras comíamos la tarta de cerezas y terminábamos la última jarra de vino, me dijo:

–Ya sabes que nunca me he acostado con ninguna mujer, salvo con Zelda.
–No, no lo sabía.
–Creía habértelo dicho.
–No. Me has dicho muchas cosas, pero no esto.
–Bueno, quiero consultarte sobre esto.
–Venga.
–Zelda me dijo que con mi conformación nunca podré dejar satisfecha a ninguna mujer, y que por esto tuvo ella su primer trauma. Dijo que es una cuestión de tamaño. Me destrozó, y quiero saber la verdad. –Vamos al despacho.
–¿Qué despacho?
–El retrete, hombre.

Volvimos a la sala del restaurante y nos sentamos otra vez a la mesa.

–No hay problema –dije–. Estás perfectamente conformado. No tienes ningún defecto. Tú te miras de arriba y te ves en escorzo. Da una vuelta por el Louvre y fíjate en las estatuas, y luego vete a casa y mírate de lado en el espejo.
–Tal vez esas estatuas no sean exactas.
–No están mal. Mucha gente se contentaría con menos.
–¿Pero por qué lo dijo?
–Por declararte en quiebra. Es el más viejo procedimiento que la humanidad ha inventado para declarar en quiebra a un hombre. Mira, Scott, me pediste la verdad, y podría decirte muchas cosas más, pero lo que te digo es la pura verdad y es cuanto necesitas saber. Podías consultar a un médico.
–No quería. Quería que tú me dijeras la verdad.
–¿Y ahora no me crees?
–No sé –dijo.
–Vamos al Louvre –le dije–. Está enfrente, sólo tenemos que cruzar el puente.

Fuimos al Louvre y miró las estatuas, pero le quedaban dudas respecto a sí mismo.

–Lo que cuenta no es el tamaño en reposo –le expliqué–. La cuestión es el tamaño que adquiere. También es una cuestión de ángulo.

Le expliqué el modo de utilizar una almohada, y unas cuantas cosas más que tal vez le resultara útil saber.

–Hay una chica –dijo– que parece sentir cariño por mí. Pero después de lo que Zelda me dijo...
–Olvídate de todo lo que Zelda te dijera –repuse–. Zelda está loca. No tienes ningún defecto. Puedes tener confianza, y le darás a la chica todo lo que te pida. Lo único que Zelda quiere es destrozarte.
–Tú no conoces a Zelda.
–Bueno –dije–. Dejémoslo. Pero me invitaste a almorzar para hacerme una pregunta, y he procurado contestarte con sinceridad.


ERNEST HEMINGWAY, París era una fiesta, Booket, Seix Barral, Barcelona, 2003, traducción de Gabriel Ferrater

Albert Camus descubre el surrealismo de pantomima de André Breton


Una mañana Camus me llama por teléfono:

—Te vas a reír. Ven antes de las doce, si estás libre en mi despacho. Después iremos a comer juntos. 

Acudo a la cita. Y poco después de reunirme con Camus, la encargada de recepción anuncia al abogado Fulano de Tal. Yo asisto por tanto a la entrevista. Se trata del abogado defensor de André Breton. 

Camus, con ironía, pregunta:

—¿Es él quien le envía?
—Él mismo.
—¿Y qué quiere de mí?

El abogado replica sin apuro:

—El señor André Breton, en el transcurso de una visita a una gruta en algún lugar de Auvergne, protestó ante el vigilante afirmando que todas las pinturas prehistóricas que se ofrecían a los curiosos no eran más que reproducciones fraudulentas, y para demostrarlo, con un gesto rápido, borró con los dedos la cola de un mamut. Furioso, el vigilante le dio una palmada en el brazo y lo denunció. ¡Los expertos han confirmado la autenticidad de esta figura! Así que, señor Camus, el señor Breton puede ser condenado por un tribunal correccional. Y vengo por tanto a solicitar su firma para una petición de clemencia al tribunal, petición que ya ha sido firmada por otros escritores.

Esta vez, Camus se muestra francamente divertido:

—¿Clemencia, señor abogado?
—¡Para el señor André Breton la condena supondría la pérdida de sus derechos civiles!
—¿Qué significa eso?
—Por ejemplo: perder el derecho al voto y también a la concesión de un pasaporte.
—¡Ah, señor abogado, efectivamente es muy grave! Firmaré con mucho gusto.

El abogado se retira, satisfecho.

—Ves cómo son —me dice Camus—. Quieren pasar por contestatarios y se comportan como cualquier pequeño burgués.


EMMANUEL ROBLÈS, Camus, hermano de sol, Editions Alfons el Magnànim-IVEI, València, 1995, traducción de Eva Calatrava, págs. 78 y 79

Neruda constata la asombrosa ignorancia de los escritores europeos con respecto a Chile


No recuerdo si fue en París o en Praga que me sobrevino una pequeña duda sobre el enciclopedismo de mis amigos ahí presentes. Casi todos ellos eran escritores, estudiantes los menos.

—Estamos hablando mucho de Chile —les dije—, seguramente porque yo soy chileno. Pero ¿saben ustedes algo de mi lejanísimo país? Por ejemplo, ¿en que vehículo nos movilizamos? ¿En elefante, en automóvil, en avión, en bicicleta, en camello, en trineo?

La contestación mayoritaria fue muy en serio: en elefante.

En Chile no hay elefantes ni camellos. Pero comprendo que resulte enigmático un país que nace en el helado Polo Sur y llega hasta los salares y desiertos donde no llueve hace un siglo.


PABLO NERUDA, Confieso que he vivido, Unidad Editorial, Madrid, 1999

Juan Ramón Jiménez pide un revólver al conocer la muerte de Zenobia Camprubí


Mientras tanto, el poeta permanecía insensible a todo, pendiente de Zenobia, quien, al límite de sus fuerzas, falleció el 28 de octubre a las cuatro de la tarde. El cáncer se había extendido en una metástasis generalizada, según constó en el certificado de defunción. Juan Ramón, ensimismado, parecía no querer darse cuenta de lo sucedido. El doctor Batlle le informa de que su esposa ha muerto; entonces Juan Ramón, estremecido, se levanta de la cama, llega hasta la de Zenobia, se arrodilla ante ella, y, acariciándola, con la cabeza sobre la mano izquierda de su mujer, empieza a decir, en un murmullo que en uncrescendo llega hasta el grito: "No, no, no es verdad. Zenobia tú no estás muerta. No, tú eres inmortal". A continuación, se vuelve a los presentes y les dice, desesperadamente: "Denme una píldora, un revólver. Tengan dolor de mí. Quiero morirme. Tengo que irme con ella. Se lo prometí". Cuando pareció tranquilizarse quisieron sacarlo de la habitación, y entonces gritó: "Dios no existe: ¡Zenobia, Zenobia..., Zenobia!". Juan Ramón no quería aceptar los hechos, y durante cerca de una hora permaneció sentado frente al cuerpo de su esposa, sin permitir que lo sacaran de la habitación ni que cubrieran su rostro, repitiendo como un autómata "Ella no está muerta". Al fin se la llevaron en una camilla, y el poeta pidió que lo dejaran solo.


RAFAEL ALARCÓN SIERRA, Juan Ramón Jiménez. Pasión perfecta, Espasa, Madrid, 2003