En aquel tiempo estaba haciendo un seguimiento de las mentiras de Capote. Dado que yo era el único que las encontraba ofensivas, ¿por qué habría de importarme? No lo sé, aparte de por un rechazo personal hacia los embusteros, no digamos hacia el mismo Truman. Jack Knowles, quien más tarde sería vecino de Truman en Long Island, me dice que Truman le había contado que se había enamorado de mí, pero que yo le había rechazado. "Con mucho, una de sus mejores invenciones hechas en el calor del momento", le dije a Jack.
Pillé a Truman en una docena de mentiras de las que los demás preferían creer. No me imagino qué trabajo de Hércules me había cargado sobre mis espaldas, sin ningún fin útil, porque la mentira instantánea era la forma artística de Truman, pequeña pero paradójicamente auténtica. El proceso estaba a la vista. Se mencionaba un nombre famoso. En su cara pálida y redonda de feto surgía un repentino tic, como un calambrazo: "¿Eleanor Roosevelt? Sí, la conozco íntimamente. Estaba con ella cuando murió Franklin; le odiaba, sabéis, y ella estaba enamorada de Marlene. De hecho, ella, Marlene y yo estábamos juntos en la suite de Marlene en el hotel Pierre, cuando de pronto Eleanor salió corriendo del dormitorio… era tan grande… completamente desnuda, para decirnos que el presidente había muerto, de modo que Marlene…” Observar el rostro de Capote según iba amontonando detalles era contemplar el proceso creativo en crudo, con toda su furia primaria.
Durante el verano de 1948 Truman y yo conocimos a Camus en una fiesta del editor Gallimard. Camus estaba liado con un montón de actrices en aquel tiempo. Pero antes de que se acabase el verano, Truman ya le estaba contando a todo el mundo que Camus estaba tan loco por él que hasta iba a su hotel a importunarle en mitad de la noche, deseando tener entre sus amorosos brazos otra vez aquel diminuto cuerpo. Cuando le dije al biógrafo de Truman que era imposible que alguien tan entregado al sexo opuesto como Camus pudiese haberse interesado por Capote, el poco escrupuloso biógrafo sólo modificó su biopornografía escribiendo que solo ocurrió una vez. Truman también me había mostrado un anillo de oro con una amatista engarzada. “Me la dio André Gide. No para de llamarme.” Ante mis ojos, Truman se transformó en una llama preciosa y el anciano Gide en polilla suicida. Ahora tenía la oportunidad de preguntarle a Gide:
–¿Qué piensa de Truman Capote?
–¿Quién?
Repetí su nombre. Lehmann estaba misteriosamente molesto, como si yo estuviese haciendo trampa de algún modo. ¿Pensaba que la mentira de Capote no debería ser cuestionada? Gide comprendió por fin de quién le estaba hablando.
–No, no he llegado a conocerle, pero algunas personas me han enviado esto– Sacó de su mesa la foto de Truman que apareció en la revista Life. Sonrió de lado. –¿Se encuentra en París?
GORE VIDAL, Una memoria, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1996, traducción de Richard Guggenheimer, págs. 222-224