La afición a coleccionar pisapapeles que Colette contagió a Truman Capote


Había un centenar, y cubrían dos mesas, cada una a un lado de la cama: esferas de cristal que encerraban lagartos verdes, salamandras, ramos millefiori, libélulas, un cesto de peras, mariposas posadas sobre una fronda de helechos, remolinos de rosa y blanco y azul y blanco, brillando como fuegos de artificio, cobras enrolladas para atacar, ramilletes de pensamientos, magníficas poinsetias.

Por fin Madame Colette dijo:

—Ah, veo que le interesan mis copos de nieve.

Sí, sabía a qué se refería: esos objetos eran como copos de nieve permanentes, deslumbrantes formas heladas para siempre.

—Sí —dije—. Hermosos. Hermosos. ¿Qué son?

Me explicó que eran lo más refinado en el arte de la fabricación del cristal: joyas de vidrio concebidas por los maestros artesanos de las mejores fábricas de cristal de Francia: Baccarat, St. Louis y Clichy. Seleccionó al azar uno de los pisapapeles, uno grande y hermoso que estallaba en colores de mil flores, y me mostró la fecha de fabricación, 1842, oculta en el interior de uno de los menudos capullos.

—Los mejores pisapapeles —me dijo— fueron hechos entre 1840 y 1880. Después, todo ese arte se desintegró. Empecé a coleccionarlos hace cuarenta años. No estaban de moda, y se podían encontrar magníficas piezas en el rastro a precios muy bajos. Ahora, claro, un pisapapeles de primera cuesta un dineral. Hay cientos de coleccionistas, y, en total, solo debe de haber tres o cuatro mil pisapapeles en existencia que valgan la pena. Este, por ejemplo. — Me acercó una pieza de cristal del tamaño de una pelota de béisbol—. Es un Baccarat. Se llama la Rosa Blanca.

Se trataba de un pisapapeles con facetas de una pureza maravillosa, sin burbujas; tenía una única decoración: una sencilla rosa blanca rodeada de hojas verdes.

—¿Qué le recuerda? ¿Qué pensamientos le trae a la mente? —me preguntó Madame Colette.

—No lo sé. Me gusta su aspecto. Frío y pacífico.

—Pacífico. Sí, eso es muy cierto. A menudo he pensado que me gustaría llevármelo en el ataúd, como un faraón. ¿Pero qué imagen le evoca?

Le di vueltas al pisapapeles en aquella luz pálida y rosácea.

—Niñas vestidas para su primera comunión.

Sonrió.

—Encantador. Y muy apropiado. Ahora comprendo que lo que me dijo Jean es cierto. Me dijo: «No te dejes engañar, querida. Parece un ángel de diez años. Pero no tiene edad, y posee una mente perversa».

Pero no tanto como la de mi anfitriona, que le dio unos golpecitos al pisapapeles que yo tenía en la mano y me dijo:

—Quiero que se lo quede. Como recuerdo.

Y al hacerlo me labró un destino financieramente ruinoso, pues desde ese momento me convertí en «coleccionista», y durante años he realizado una ardua y obligada búsqueda de esos delicados pisapapeles franceses que me ha llevado desde las opulentas salas de subastas de Sotheby’s hasta turbios anticuarios de Copenhague y Hong Kong. Es un pasatiempo caro (normalmente, el coste de esos objetos, según su calidad y rareza, oscila entre 600 y 15.000 dólares), y durante todo este tiempo en que les he ido detrás solo he encontrado dos gangas, pero fueron increíbles golpes de suerte, y quedaron más que compensadas por muchas crueles decepciones.


TRUMAN CAPOTE, fragmento de La rosa blanca (1970), incluido en Los perros ladran, Anagrama, Barcelona, 1999, traducción de Damián Alou.