Aleixandre recibía a los poetas como una odalisca, medio tumbado en una chaise-longue o, a veces, en su patio-jardín, con un árbol en medio, donde, arropadas las piernas en mantas y en compañía de su perro Sirio, respiraba buen aire por recomendación médica, ya que le habían extirpado un riñón. Era un hombre soso de cara y palabras, que no parecía sevillano en absoluto y aunque a veces hablaba con cierto apresuramiento, eso no era más que un remedo de interés o pasión, que no acababa tampoco de convencer. Por lo menos a mí.
En la visita que hice solo, hablamos de la veneración que se había despertado por Antonio Machado, de algunos por su noble actitud en la guerra de España y de otros porque admiraban su obra.
—Qué duda cabe de que era un buen poeta, pero, ¡tiene un vocabulario tan pobre...! —dijo Vicente.
También me contó que, para escribir, "necesitaba no sentir el cuerpo", y me dedicó sus Poesías completas, que habían salido en 1960 en Aguilar.
MEDARDO FRAILE, El cuento de siempre acabar, Pre-textos, Valencia, 2009, pág. 512.