Kim Ricketts me contó una historia de Stephen King. Habíamos ido a Belltown después de un evento en la librería de la Universidad de Washington. Nos pedimos unas cervezas y me contó que estaba diversificándose, empezando a planear eventos como oradora para corporaciones como Microsoft y Starbucks. Yo necesitaba que me llevaran de vuelta a mi hotel, pero Kim era lista y graciosa, y antes de la de Stephen King me contó una historia de Al Franken que explicaba por qué ahora la Universidad de Washington exigía a toda la gente que asistía a una aparición pública del autor que comprara el libro. Y era porque Al Franken había llenado los más de ochocientos asientos del Kane Hall, y todos los estudiantes se habían reído de todo lo que decía Franken. La asistencia era gratis para el público, pero aun así al final de la velada Franken había vendido la astronómica cifra de ocho libros.
La nueva política decía que la adquisición del libro era obligatoria.
Para poder programar un evento de Stephen King, Kim me contó que había tenido que aceptar sus condiciones habituales. Había tenido que contratar guardaespaldas y alquilar un local con capacidad para cinco mil personas. Cada persona podía llevar un máximo de tres ejemplares para que el señor King se los autografiara. El evento duraba unas ocho horas, y durante todo ese tiempo tenía que haber alguien de pie detrás de la mesa de las firmas sosteniendo una bolsa de hielo sobre el hombro del autor.
Llegó el día, y Kim sostuvo la bolsa de hielo sobre el hombro en cuestión. El lugar, Town Hall, una iglesia desconsagrada en Capitol Hill, tiene unas vistas espectaculares del centro de Seattle. Estaba lleno hasta la bandera de aquellas cinco mil personas, la mayor parte jóvenes y todos listos para esperar horas a que les firmasen sus tres ejemplares. King se sentó y empezó a firmar autógrafos. Kim estaba aguantándole la bolsa de hielo sobre el hombro rebelde. Cuando no llevaba ni cien libros de los supuestos cinco mil, Kim me contó que King se giró hacia ella y le preguntó: «¿Me puedes traer vendas?».
Le enseñó la mano con que firmaba, y Kim pudo ver que tenía la piel de los dedos índice y pulgar fosilizada en forma de un grueso callo como resultado de una vida entera de firmas maratonianas de libros. Esos callos son el equivalente del escritor de la oreja de coliflor de quienes practican la lucha libre. Aunque eran tan gruesos como las placas del lomo de un estegosaurio, los callos se le habían empezado a abrir.
—Estoy sangrando sobre los libros —dijo King.
Y le enseñó que la sangre recién brotada le había manchado la pluma y había dejado una huella dactilar parcial de sangre sobre la portadilla de un libro propiedad de un joven que estaba esperando y a quien no parecía afligirle para nada ver su propiedad manchada de los fluidos vitales de aquel gran artesano de la palabra y narrador de historias.
Kim empezó a alejarse, pero ya era demasiado tarde. La siguiente persona de la cola había oído la conversación y gritó:
—¡No es justo! ¡Si el señor King puede sangrar en los libros de este, también tiene que sangrar en los míos!
Y esto lo oyó el edificio entero. El cavernoso recinto se llenó de chillidos de indignación mientras cinco mil fans del terror exigían su ración de sangre de persona famosa. Los gritos de rabia arrancaban ecos del techo abovedado. Kim apenas pudo oír a King cuando este le preguntó: «¿Me puedes echar una mano?».
Sin dejar de presionar con la bolsa de hielo, Kim le dijo:
—Son sus lectores… Haré lo que usted decida.
King volvió a firmar. A firmar y a sangrar. Kim se quedó a su lado, y cuando el público vio que nadie traía vendas, la protesta acabó remitiendo. Cinco mil personas. Cada una con tres ejemplares. Kim me contó que la sesión se alargó ocho horas, pero que King consiguió firmar con su nombre y dejar una huella de su sangre en cada libro. Al final del evento estaba tan débil que los guardaespaldas se lo tuvieron que llevar a su Lincoln Town Car en volandas.
Pero ni siquiera entonces, mientras el coche arrancaba para llevarlo a su hotel, se había terminado el desastre.
Un grupo de gente que se había quedado fuera del evento por falta de aforo se metió también en sus coches para perseguir al de King. Aquellos amantes de los libros embistieron el Lincoln hasta destrozarlo; y todo por la oportunidad de conocer a su autor favorito.
En aquella taberna, Kim y yo nos quedamos mirando la calle vacía a través del ventanal. Contemplando la noche.
El sueño de Kim Rickett era abrir, en el barrio de Ballard, en Seattle, una librería que vendiera solo libros de cocina. Moriría de amiloidosis en 2011. La librería de sus sueños, Book Larder, sigue abierta.
Pero aquella noche estábamos solo Kim y yo en un bar por lo demás desierto. Un poco borrachos, pero no mucho. A modo de réplica a su historia de Stephen King, negué con la cabeza y le pregunté:
—¿Y esa es la gran fama que todos ansiamos?
Kim suspiró.
—Así son las grandes ligas.
CHUCK PALAHNIUK, Postal de la gira, capítulo de Plantéate esto: Momentos de mi vida como escritor que lo cambiaron todo, Random House, 2022, traducción de Javier Calvo.