A Virginia Woolf le parecía que los pájaros le cantaban en griego


No tuvo ninguna oportunidad que se les regalaba a los vástagos varones. Como a todas las mujeres de entonces le fue prohibida la universidad; Virginia Woolf estudió griego y latín por su cuenta en casa; se bebió toda la biblioteca familiar; se casó con Leonard Woolf, uno del grupo, también escritor; en su luna de miel por España tomó leche de cabra y atravesó la miseria del sur en trenes lentos y sucios o anduvo a lomos de una mula por un paisaje abrupto de la serranía de Málaga en busca de su viejo amigo Gerald Brenan. En el equipaje traía también sus depresiones. El marido aceptaba con toda normalidad que ella le dijera que Eduardo VII la espiaba entre las azaleas o que los pájaros cantaban en griego. Nunca se ha dado el caso de un hombre tan paciente y enamorado de una neurótica cuyo talento literario iba por delante de su locura. Leonard la llevaba al campo o al manicomio siguiendo las mareas de su cerebro; llegó a fundar una imprenta elitista, la Hogarth Press, para imprimir y encuadernar a mano sus propios libros junto con los de T. S. Eliot, Freud y Katherine Mansfield. Y en las fotografías aparece a su lado resignado, sonriente y admirado.

En aquel tiempo de moral victoriana ponerse pantalones de hombre, ser sufragista, fumar en público cigarrillos egipcios, dar charlas en un círculo obrero siendo una señorita de alta sociedad y enamorarse de su amiga la poeta Vita Sackville West, esposa de un lord, y vivir con ella una relación lésbica no fue para Virginia Woolf un juego estético como el que ejercían sus amigos sino una forma de romper el dogal de hierro que la ahogaba, una actitud radical que la convertiría en una bandera del feminismo. 

Rodeada de enfermeras y doncellas, de maletas para viajes y regresos, de fiestas e invitados, Virginia Woolf comenzó a labrar una literatura desestructurada en la que el tiempo se convertía en un fluido de la conciencia. En este sentido se adelantó a James Joyce a la hora de especular con el monólogo interior, una forma de regurgitar el pensamiento como los rumiantes. Virginia Woolf fue la primera en oír voces superpuestas, las mismas que vulneraban su mente hasta llevarla a la claridad del sol entre la niebla. Al final fue consecuente y se permitió el lujo de suicidarse. Esta vez no podía fallar. Sucedió el 29 de marzo de 1941, en Susex. Llenó de piedras los bolsillos del abrigo y se adentró en el río Ouse hasta quedar sumergida. Unos niños encontraron su cadáver 15 días después.


MANUEL VICENT, Póquer de ases, Alfaguara, Madrid, 2009