Mucho después, cuando Zelda sufría por primera vez lo que entonces se designaba con el nombre de depresión nerviosa, Scott y yo coincidimos en París, y él me invitó a almorzar en el restaurante Michaud, en la esquina de la rue Jacob y de la rue des Saints-Pères. Dijo que quería consultarme algo muy importante, algo que para él contaba más que nada en el mundo, y me pedía le contestara la pura verdad. Le prometí hacer lo que pudiera. Siempre que él me exigía la pura verdad, cosa en todo caso difícil de alcanzar, y yo procuraba decírsela, lo que yo le decía le ponía furioso, aunque muchas veces no se ponía furioso en seguida sino más tarde, después de cavilar sobre el asunto. Mis palabras se convertían en algo que había que destruir, y a veces, de ser posible, había que destruirme a mí de paso.
Con el almuerzo bebió vino, pero no le afectó, y no llegó ya bebido, como preparación para la entrevista. Hablamos de nuestro trabajo y de los amigos y me pidió noticias de gentes a quienes no veía desde hacía tiempo. Comprendí que estaba escribiendo algo bueno y que por varias razones el trabajo no le resultaba fácil, pero que no era ése el asunto de su consulta. Esperé a que asomara la cuestión sobre la cual yo debía pronunciar la pura verdad, pero no lo descubrí hasta el fin de la comida, como si fuera un almuerzo de negocios.
Por fin, mientras comíamos la tarta de cerezas y terminábamos la última jarra de vino, me dijo:
–Ya sabes que nunca me he acostado con ninguna mujer, salvo con Zelda.
–No, no lo sabía.
–Creía habértelo dicho.
–No. Me has dicho muchas cosas, pero no esto.
–Bueno, quiero consultarte sobre esto.
–Venga.
–Zelda me dijo que con mi conformación nunca podré dejar satisfecha a ninguna mujer, y que por esto tuvo ella su primer trauma. Dijo que es una cuestión de tamaño. Me destrozó, y quiero saber la verdad.
–Vamos al despacho.
–¿Qué despacho?
–El retrete, hombre.
Volvimos a la sala del restaurante y nos sentamos otra vez a la mesa.
–No hay problema –dije–. Estás perfectamente conformado. No tienes ningún defecto. Tú te miras de arriba y te ves en escorzo. Da una vuelta por el Louvre y fíjate en las estatuas, y luego vete a casa y mírate de lado en el espejo.
–Tal vez esas estatuas no sean exactas.
–No están mal. Mucha gente se contentaría con menos.
–¿Pero por qué lo dijo?
–Por declararte en quiebra. Es el más viejo procedimiento que la humanidad ha inventado para declarar en quiebra a un hombre. Mira, Scott, me pediste la verdad, y podría decirte muchas cosas más, pero lo que te digo es la pura verdad y es cuanto necesitas saber. Podías consultar a un médico.
–No quería. Quería que tú me dijeras la verdad.
–¿Y ahora no me crees?
–No sé –dijo.
–Vamos al Louvre –le dije–. Está enfrente, sólo tenemos que cruzar el puente.
Fuimos al Louvre y miró las estatuas, pero le quedaban dudas respecto a sí mismo.
–Lo que cuenta no es el tamaño en reposo –le expliqué–. La cuestión es el tamaño que adquiere. También es una cuestión de ángulo.
Le expliqué el modo de utilizar una almohada, y unas cuantas cosas más que tal vez le resultara útil saber.
–Hay una chica –dijo– que parece sentir cariño por mí. Pero después de lo que Zelda me dijo...
–Olvídate de todo lo que Zelda te dijera –repuse–. Zelda está loca. No tienes ningún defecto. Puedes tener confianza, y le darás a la chica todo lo que te pida. Lo único que Zelda quiere es destrozarte.
–Tú no conoces a Zelda.
–Bueno –dije–. Dejémoslo. Pero me invitaste a almorzar para hacerme una pregunta, y he procurado contestarte con sinceridad.
ERNEST HEMINGWAY, París era una fiesta, Booket, Seix Barral, Barcelona, 2003, traducción de Gabriel Ferrater