No acertar en el problema básico “varón y mujer”, negar que aquí se dan el
antagonismo más abismal y la necesidad de una tensión eternamente hostil, soñar
aquí tal vez con derechos iguales, educación igual, exigencias y obligaciones iguales:
esto constituye un signo típico de superficialidad, y a un pensador que en este
peligroso lugar haya demostrado ser superficial -¡superficial de instinto!- es lícito
considerarlo sospechoso, más aún, traicionado, descubierto: probablemente será
demasiado “corto” para todas las cuestiones básicas de la vida, también de la vida
futura, y no podrá descender a ninguna profundidad. Por el contrario, un varón que
tenga profundidad, tanto en su espíritu como en sus apetitos, que tenga también
aquella profundidad de la benevolencia que es capaz de rigor y dureza, y que es fácil
de confundir con éstos, no puede pensar nunca sobre la mujer más que de manera
oriental: tiene que concebir a la mujer como posesión, como propiedad encerrable bajo
llave, como algo predestinado a servir y que alcanza su perfección en la servidumbre –
tiene que apoyarse aquí en la inmensa razón de Asia, en la superioridad de instintos
de Asia: como lo hicieron antiguamente los griegos, los mejores herederos y discípulos
de Asia, quienes, como es sabido, desde Homero hasta los tiempos de Pericles,
conforme iba aumentando su cultura y extendiéndose su fuerza, se fueron haciendo
también, paso a paso, más rigurosos con la mujer, en suma, más orientales. Qué
necesario, qué lógico, qué humanamente deseable fue esto: ¡reflexionemos sobre ello
en nuestro interior!
FRIEDRICH NIETZSCHE, Más allá del bien y del mal, Alianza Editorial, Madrid, 1997, traducción de Andrés Sánchez Pascual.