Alberti se encuentra por primera vez con Lorca


Todo estaba maduro ya para conocer a Federico. La hora, por fin, había sonado. Fue en una tarde de comienzos de otoño. Y fue también Gregorio Prieto, cosa recientemente aclarada por él en una carta, quien me lo presentó. Estábamos en los jardines de la Residencia de Estudiantes (Altos del Hipódromo), en donde García Lorca —aspirante a abogado— pasaba todo el curso desde hacía varios años. Como era el mes de octubre, el poeta acababa de llegar de su Granada. Moreno oliváceo, ancha la frente, en la que le latía un mechón de pelo empavonado; brillantes los ojos y una abierta sonrisa transformable de pronto en carcajada; aire no de gitano, sino más bien de campesino, ese hombre, fino y bronco a la vez, que dan las tierras andaluzas. (Así lo vi esa tarde, y así lo sigo viendo, siempre que pienso en él). Me recibió con alegría, entre abrazos, risas y exagerados aspavientos. Afirmó conocerme, y mucho, igual que a mis parientes granadinos. Me dijo, entre otras cosas, haber visitado, años atrás, mi exposición del Ateneo; que yo era su primo y que deseaba encargarme un cuadro en el que se le viera dormido a orillas de un arroyo y arriba, allá en lo alto de un olivo, la imagen de la Virgen, ondeando en una cinta la siguiente leyenda: «Aparición de Nuestra Señora del Amor Hermoso al poeta Federico García Lorca». No dejó de halagarme el encargo, aunque le advertí que sería lo último que pintase, pues la pintura se me había ido de las manos hacía tiempo y sólo me interesaba —aclaración a la que apenas dio entonces importancia— ser poeta. Aquella noche me invitó a cenar allí en la Residencia, en compañía de otros amigos suyos, entre los que se hallaban Luis Buñuel, lejos aún de su renombre universal de cineasta, el poeta malagueño José Moreno Villa y un muchacho delgado, de bigotillo rubio, absurdo y divertido, que se llamaba Pepín Bello, con el que simpaticé vertiginosamente. Después de la cena, volvimos al jardín, aquel bello recinto custodiado de chopos, cortado por la vena de agua del Canalillo, salteado de adelfas y arrebatado de jazmineros, rotos en oleadas contra los pabellones estudiantiles. Nunca había oído recitar a Federico. Tenía fama de hacerlo muy bien. Y en aquella oscuridad, lejanamente iluminada por las ventanas encendidas de las habitaciones, comprobé que era cierto. Recitaba García Lorca su último romance gitano, traído de Granada:

Verde que te quiero verde…

¡Noche inolvidable la de nuestro primer encuentro! Había magia, duende, algo irresistible en todo Federico. ¿Cómo olvidarlo después de haberlo visto o escuchado una vez? Era, en verdad, fascinante: cantando, solo o al piano, recitando, haciendo bromas e incluso diciendo tonterías. Ya estaba lleno de prestigio, repitiéndose sus poemas, sus dichos, sus miles de anecdotillas granadinas —ciertas unas, otras inventadas— por todas las tertulias de literatos cafeteros y corrillos estudiantiles.


RAFAEL ALBERTI, La arboleda perdida, 1, Primero y Segundo libros (1902-1931), Alianza Editorial, Madrid, 1998, págs. 186 y 188.