Pero volvamos a la pelea de Mishima. Lo único que puedo decir es que fue terrible.
«Anoche no pude dormir por los nervios», me confesó antes de salir.
Grabé su bautismo en el boxeo con una cámara súper ocho y un foco. No era un equipo muy habitual por aquel entonces. La tensión y la excitación de Mishima resultaban evidentes en su cara pálida, en sus nervios a flor de piel. Cuando calentaba, los golpes que propinaba al saco eran más o menos correctos, pero cuando empezó con su sparring partner, solo lanzaba directos.
Comparado con el escuálido Mishima, Kojima, su contrincante, era grueso. No se puso el casco de protección y eligió unos guantes de amateur que casi eran del tamaño de su cabeza. Sin embargo, su juego de piernas era bueno y Mishima no era capaz de seguirle. Al poco de empezar el combate, Kojima se paró impaciente: «¡Venga, vamos!», le incitó. Mishima trató de alcanzarle, pero el otro ni siquiera tuvo que protegerse. Se movía a izquierda y derecha para esquivar los golpes. Le bastaba con el ducking.
No entendía por qué, pero no dejaba de insistir con los directos. Al final le grité:
—¡Gancho! ¡Utilice el gancho!
Sin embargo, no me hizo caso y la situación no cambió.
Sonó la campana. Mishima volvió a su esquina. Aún estaba pálido, subía y bajaba los hombros al respirar, tenía la mirada fija en algún punto del suelo. Me volví hacia Ishibashi, que estaba a mi lado. Sacudió la cabeza.
—Está bien, lo estás haciendo bien —le dijo para animarle.
En el segundo asalto, Kojima asomó un poco la cara entre los puños para que pudiera alcanzarle y fingía tambalearse cuando lo lograba. Eso estimuló a Mishima y, llevado por los gritos de los espectadores, soltó una serie de directos. Kojima le esquivó. «Allá voy», debió pensar. Le dio tres golpes en la parte de la frente que el casco no protegía y Mishima se tambaleó antes de desplomarse.
Después de salir de la ducha, se le veía de buen humor, con un ánimo completamente distinto al del comienzo del combate. Hablaba con su habitual locuacidad con la gente del club. Cuando al fin pareció darse cuenta de mi existencia, le pregunté:
—¿Por qué no ha usado el gancho?
Mishima puso cara de pocos amigos.
—Porque nadie me lo ha enseñado.
En un breve lapso de tiempo, fue a pelear dos veces más, pero lo dejó porque el boxeo le aturdía la cabeza. Una decisión muy propia de él, pensé. A mí, en cambio, me gustaba mucho aunque nunca tuve intención de practicarlo en serio. Mi opinión solo es la de un aficionado, pero me parecía que Mishima no tenía talento. Lo mismo que la mayoría de la gente. Por mucho que utilizase guantes pesados y se protegiese con un casco, si tenía que enfrentarse a profesionales no solo no iba a ganar nada para su literatura, sino que podía causarle un daño inesperado. Asumí que también él se había dado cuenta de su ausencia de habilidades para la lucha.
No sé qué clase de cuerpo habría adquirido de haber seguido con el boxeo. Como mínimo, imagino que muy distinto del que consiguió con el culturismo, al que se entregó poco después. Quizá no se habría contentado con un cuerpo moldeado a base de peleas, pero al menos habría sabido para qué le servía, qué le faltaba, cuáles eran sus límites. Es probable que se hubiera sentido un poco humillado, pero nada de lo que avergonzarse.
SHINTARO ISHIHARA, El eclipse de Yukio Mishima, Gallo Nero, Madrid, 1991, traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés