Marco Antonio ordena que se claven la cabeza y las manos del cadáver de Cicerón en la tribuna donde pronunciaba sus discursos


A la tragedia siguió una sátira sangrienta. La urgencia con que Antonio había exigido este asesinato particular hizo suponer a los asesinos que la cabeza de Cicerón valía bien un precio especialmente bueno. Por supuesto, no llegarían a prever cuánto valor se atribuía al cerebro de este hombre por los intelectuales de su propio tiempo y de la posteridad, pero podían comprender perfectamente la suma que sería pagada por el triunviro que tan ansioso se había mostrado de quitar de en medio a este enemigo. A fin de que no pudiera suscitarse cuestión sobre si eran ellos los que habían hecho el trabajo, resolvieron llevar a Antonio una prueba incontestable. Sin el menor escrúpulo, el jefe de la banda segó la cabeza y las manos del muerto, las puso en un saco que cargó sobre el hombro cuando aún chorreaba la sangre, y se encaminó fogosamente hacia Roma para deleitar al dictador con la noticia de que el famoso campeón de la República romana había sido sacrificado en la forma usual.

El bandido menor, el jefe de los asesinos, no había calculado mal. El asesino mayor, el que había ordenado el crimen, mostró su alegría con generosidad principesca. Marco Antonio podía permitirse ser liberal ahora que habían sido sacrificados y robados los mil hombres más ricos de Italia. No menos de un millón de sestercios pagó al centurión por el saco manchado de sangre que contenía la cabeza y las manos del que había sido Marco Tulio Cicerón. Pero no quedaba satisfecha todavía con esto su sed de venganza. El odio feroz del hombre de la sangre al hombre superior en altura moral le permitió disponer una horrible afrenta —inconsciente de que la vergüenza por este hecho recaería sobre él hasta el fin de los tiempos—. Ordenó que la cabeza y las manos de la víctima fueran clavadas en la tribuna desde la cual Cicerón había pedido al pueblo romano que se alzara contra Antonio y en defensa de la libertad de Roma.

El populacho asistió al espectáculo al siguiente día. En medio del Foro, sobre la tribuna, estaba expuesta la cabeza del último campeón de la libertad. Un gran clavo herrumbroso perforó la frente que había originado miles de grandes pensamientos; pálidos y contraídos, cerrados, estaban los labios que habían emitido más dulcemente que ningún otro las resonantes palabras del idioma latino; cerrados estaban los párpados para ocultar los ojos que por espacio de sesenta años habían velado a la República; impotentes estaban las manos que habían escrito las más bellas epístolas de la época. Pero ninguna de las acusaciones que el famoso orador había lanzado desde esta tribuna contra la brutalidad, contra la furia del despotismo, contra el desorden, podría denunciar de manera tan convincente la eterna sinrazón de la fuerza como lo hacía ahora la cabeza austera y silenciosa del asesinado. El terrible espectáculo de su cruel martirio tuvo poder más elocuente sobre las masas intimidadas que los más famosos discursos pronunciados por él desde este profanado Foro. Lo que se pretendió que fuera una humillación vergonzosa se convirtió en su última y más grande victoria.


STEFAN ZWEIG, Momentos estelares de la humanidad, Acantilado, 2012, traducción de Berta Vias Mahou