Shakespeare era propenso a los anatropismos -es decir, a los disparates geográficos-, sobre todo en Italia, donde transcurren tantas obras suyas. Así, en La doma de la fiera, sitúa a un manufacturero de seda en Bérgamo, que es, quizá, la ciudad menos ligada al mar de Italia, y en La tempestad y Los dos hidalgos de Verona hace que Próspero y Valentín zarpen, respectivamente, de Milán y Verona, a pesar de que ambas ciudades estaban a más de dos jornadas de marcha del mar. Si sabía que Venecia tenía canales, no da muestras de ello en ninguna de las dos obras que transcurren allí. Sean cuales fueran sus otras virtudes, la familiaridad mundana no estaban entre ellas.
También abundan en sus obras los anacronismos. Pone a los antiguos egipcios a jugar al billar e introduce el reloj en la Roma de César, 1.400 años antes de que se oyera allí el primer tictac mecánico. Ya fuera por voluntad o por ignorancia, mostraba, cuando le convenía, una asombrosa despreocupación por la realidad de los hechos. En Enrique VI, Primera parte, se deshace de lord Talbot con veintidós años de antelación, a fin de conseguir que muera antes que Juana de Arco. Y en Coriolano, Lartius habla de Catón tres siglos antes de que éste naciera.
El genio de Shakespeare no se centraba en los hechos sino en la ambición, la intriga, el amor, el sufrimiento, cosas que no se enseñan en la escuela. Poseía una inteligencia asimilativa que le permitía reunir un montón de fragmentos de saber dispersos, pero nada indica que sometiera a sus obras a un riguroso trabajo intelectual, a diferencia de, pongamos por caso, Ben Johnson, que hace flamear su erudición en casi cada palabra. Nada de lo que escribe Shakespeare revela un gran conocimiento de Tácito, Plinio, Suetonio y otros que fueron determinantes para Johnson o que Francis Bacon trataba con absoluta familiaridad. Lo cual es bueno -e incluso muy bueno- porque sin duda habría sido menos Shakespeare y más dado al lucimiento si hubiera tenido más lecturas. Como diría John Dryden en 1668: "Aquellos que lo acusan de andar falto de saberes son quienes le brindan el mejor halago: el suyo era un saber natural".
BILL BRYSON, Shakespeare, RBA, Barcelona, 2009, traducción de Andrés Ehrenhaus, págs. 103 y 104.