Por fin tengo tiempo para relatarte la anécdota de Dylan Thomas que me contó Wolfe en Nueva York y que tanto me divirtió. Thomas, que es muy conocido en Nueva York, sobre todo entre profesores, eruditos y demás gentes del medio universitario (que de hecho escriben libros sobre su obra y se dejan las pestañas para entender e interpretar sus poemas) fue invitado por la Universidad de Columbia para que diera una serie de conferencias en Nueva York y en otras ciudades de Estados Unidos. Por sus fotografías de juventud, se decía que era un hombre muy apuesto, al estilo de Byron: cabello largo y rubio, una cara de rasgos sensibles, etcétera. Cuando fueron a recogerlo al aeropuerto, en lugar de un joven de apostura byroniana se encontraron con un hombrecillo rechoncho, robusto, bajito, de cara abotargada y mediana edad, que salió corriendo del avión a la vez que gritaba: “¡Que los detengan a todos!”, señalando desaforado al resto de los pasajeros. “¡Me vienen siguiendo desde que salí de Londres, son agentes de la Guépéou!”. Parecía realmente aterrado. Lo cierto es que desde hace quince años no deja de beber un solo día, y durante el vuelo estuvo bebiendo sin parar. Trataron de serenarlo y lo llevaron a una elegante sala en la que se habían reunido los profesores universitarios y sus respectivas esposas, todos vestidos con gran elegancia. Dylan Thomas distaba mucho de estar tranquilo y sereno. Se puso a dar saltos por la sala, sobre todo para sentarse en el regazo de las señoras de edad y para abrazarlas. Wolfe me dijo que Dylan Thomas tuvo la sensación de que (el propio Wolfe) estaba pasándolo bien, así que antes de cada salto le hacía un guiño y un gesto obsceno. Si no le daba por sentarse en el regazo de las señoras, les tiraba del escote, les miraba al interior de las blusas y preguntaba: “¿Me permite soplar?”. Todos los presentes se quedaron aterrados. Dos hombres lograron sujetar al poeta contra una pared, casi hasta el punto de inmovilizarlo, y fue entonces cuando se le acercaron los profesores a hacerle preguntas sobre sus poemas, sobre todo un poema ya antiguo que trataba sobre una ballena y unas algas. “No comprendo bien ese simbolismo”, dijo un venerable erudito. Y Thomas, con voz de absoluta embriaguez, le contestó así: “¡Ah! Es muy fácil. La ballena, buen hombre, es un pene. Las algas representan un coño. ¿No se ha dado cuenta? ¿No comprende lo que pasa? Bien sencillo: se ponen a follar…”. Y prosiguió con toda suerte de explicaciones anatómicas. Luego estuvo sosegado un buen rato, hasta que una señora se le acercó con un libro suyo y le pidió una dedicatoria. “A la señora Smith”, escribió Thomas, y dibujó en el centro de la página un pene enorme. Debajo, añadió lo siguiente: “Porque parece estar pidiéndolo a gritos”. Acto seguido se sentó en el suelo y comenzó a escribir un poema terriblemente obsceno sobre el gran pene que la señora Smith parecía pedir a gritos, y al terminarlo se lo dio. Al marido no le hizo ninguna gracia, y todo el mundo se sintió tan asqueado que lo echaron de la sala casi a patadas. Luego, según me dijo Wolfe, la cosa se puso muy interesante: los profesores dijeron que ya no deseaban escribir ningún artículo, ninguna tesis sobre Thomas, e incluso llegaron a decir que “a fin de cuentas, no es tan gran poeta”. Sin embargo, la obscenidad y el arrojo de Thomas los había conmocionado. Uno de ellos propuso poner unos cuantos discos (que al parecer tenía ocultos en algún archivo de la discoteca universitaria) que eran de tono muy subido; los puso, y (según me dijo Wolfe) aquello fue todo lo repugnante que pudo ser: por ejemplo, en vez de la retransmisión de un partido de béisbol se daba cuenta de una cama redonda, sólo que imitaba el ambiente de un partido de fútbol, con efectos sonoros y todo lo demás. Fue asombroso ver a aquellos profesores de universidad y a sus esposas, tan escandalizados con la obscenidad divertida e ingeniosa de Thomas, dispuestos a aceptar las mayores guarrerías que hubieran oído en toda su vida como si fuera una especie de reto. Al final, resultó que Dylan Thomas se presentó sobrio cuando tuvo que dar sus conferencias, y cosechó un gran éxito. Me gusta todo este asunto, pues más de una vez me he preguntado qué habría ocurrido si Joyce, o algún otro, hubiera descubierto su verdadera personalidad en presencia de otras personas, sobre todo de sus admiradores. Lo cierto es que eso nunca sucedió. Y me alegro de que esos “profesores de poesía” vieran cómo puede ser a veces un auténtico poeta.
SIMONE DE BEAUVOIR, carta enviada el 25 de octubre de 1950 a Nelson Algren, recogida en Cartas a Nelson Algren, Lumen, Barcelona, 1997, traducción de Miguel Martínez-Lage, págs. 450-452.